Corona

¡La candela en el campo!… Es tarde de Nochebuena, y un sol opaco y débil clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo gris en vez de todo azul, con un indefinible amarillor en el horizonte de Poniente… De pronto, salta un estridente crujido de ramas verdes que empiezan a arder; luego, el humo apretado, blanco como armiño, y la llama, al fin, que limpia el humo y puebla el aire de puras lenguas momentáneas, que parecen lamerlo.

¡Oh la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos, malvas, azules, se pierden no sé donde, taladrando un secreto cielo bajo; ¡y dejan un olor de ascua en el frío! ¡Campo, tibio ahora, de diciembre! ¡Invierno con cariño! ¡Nochebuena de los felices!

Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, a través del aire caliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y los niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen alrededor de la candela, pobres y tristes, a calentarse las manos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y castañas, que revientan, en un tiro.

Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche va enrojeciendo, y cantan:

…Camina, María,
camina José…

Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él.

Platero y yo, Juan Ramón Jiménez.

De pequeña, cuando estaba triste o herida, me acurrucaba en una esquina de mi habitación, junto a la ventana y me escondía tras las cortinas. Pasaba así un rato, hasta que me sorprendía a mí misma pensando en algo que nada tenía que ver con lo que me había llevado a aquel rincón. Ahora, si las cosas no son como a mí me gustaría, sigo escondiéndome, pero esta vez el lugar escogido es aquella infancia en la que, a pesar de los momentos tras la cortina, tan feliz fui.

Por eso ayer, cuando vi la caja sobre la mesa del comedor, repasé su interior y no me detuve en el árbol, ni en las luces de colores, ni en los adornos rojos y dorados. Lo primero que vi fue el ángel con su desconchada túnica blanca, repasé con la punta de los dedos la cabeza lisa de un camello, me pinché con el heno que hay junto al pozo y empecé a sacar figuritas que cuentan mil historias: gallinas y ovejas de tamaños imposibles, dos lavanderas idénticas seguramente compradas por error, el nacimiento que -suspiré aliviada- estaba completo, el puente por el que los Magos cruzaban un río metálico lleno de patos… No es el Belén que teníamos en casa, aquel se perdió en una mudanza accidentada, como muchos de los testigos de mis correrías infantiles, es el Belén que empecé a construir aquí, en una casa llena de niños emocionados, que se levantaban cada día con la ilusión de que el oro, el incienso y la mirra -pero, sobre todo, sus regalos- estuviesen cada día un poco más cerca de aquel niño mil veces perdido y mil veces también, milagrosamente, encontrado.

Ya ves, Enrique, finalmente abrí la caja y, tenías tú razón, posee poderes curativos.

¡Feliz Navidad!