El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

Instrucciones para dar cuerda a un reloj. Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar

 

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Para mí, la locura empezó en marzo, cuando por fin asumí que lo que se nos venía encima no era una gripe más o menos fuerte. De lo que ocurrió antes no me acuerdo.

En abril me tocó sufrir las pérdidas de cerca y, aunque la primera fue la más dura, el resto también caló hondo. A pesar de todo, durante mucho tiempo no tuve la menor duda de que volvería a vivir el mundo de ayer, que nada cambiaría -veo la televisión y me parece que todavía hay gente que cree en eso-, que quede claro que ya no lo pienso.

Vivo en una especie de confinamiento voluntario, que solo rompe el café matinal al aire libre y los paseos por el pueblo las tardes que no hace demasiado frío, pero no he podido esquivar terminar el año con otro lamento.

Sin embargo, como creo que solo es libre quien se responsabiliza de su propia vida y la acomoda a lo que le sobreviene, intento olvidarme de hacer planes y seguir, cuidándome mucho de mirar al frente, que es donde hay que mirar para no caerse cuando se hacen equilibrios.

El caso es que para el nuevo año no siento que pueda pedir nada ¿quién sabe lo que podré necesitar en el mundo que me encontraré cuando esto pase?

Siento una mezcla de curiosidad y desconcierto. La pandemia, que tantas cosas nos ha quitado, nos ha dado también regalos inesperados, como el de la pérdida del ego, que ya no necesita que le recuerden que es un fantoche patético, nadie saldrá de esta sin ayuda, nadie podrá erigirse en salvador de la humanidad, salvo quizás esa ciencia que tenemos tan abandonada. El no somos nadie de nuestros abuelos ya no resumirá una exagerada batallita, sino una realidad incontestable.

Esto que estamos viviendo no va a atravesar el mundo para dejarlo como estaba, todo se ha descolocado y crece la necesidad de aferrarse a la vida como la carne se aferra al hueso que la sostiene -creo que a eso muchos le llaman esperanza-.

La noche de San Silvestre no la dedicaré a formular deseos ni a practicar exorcismos, pero sí que me haré algunas preguntas: ¿qué va a quedarse de lo ya tenía? Y, lo que es más importante ¿qué quiero que se quede? ¿qué me gustaría conseguir y qué conservar?

Esperando dar con las respuestas, despediré este año en el que el sobresalto no me ha dado un respiro.

Vivir en tránsito permanente no es razonablemente bueno, pero tiene una ventaja: cuando no se sabe cómo será el mundo mañana, siempre puede uno soñar que será mejor.

Que en 2021 se disipe la niebla.