Onkel. Tracks of my tears. En Flickr con licencia CC.

Compré “La memoria del tiburón” el pasado día de Sant Jordi, porque una amiga me la encargó, para un novio al que decidió, finalmente, no regalar nada (previo pase del muchacho a la condición de exnovio, todo hay que decirlo). Se la quedó ella, me la dejó, intenté leerla, no me atrapó, abandoné la lectura enseguida y se la devolví. No era la primera vez que nos encontrábamos, cuando la publicaron estuve tentada de hacerme con ella, pero desistí, un best seller, primera novela de un artista visual, etiquetada como ciencia-ficción… no parecía, en absoluto, escrita para mí.
Pero la semana pasada L. se presentó en casa diciendo que me había comprado un libro y que me iba a gustar. Desde que leyó la reseña de Carmilla (y antes la de Las Ciudades Invisibles), anda lamentándose de que si otros aciertan, ella no puede ser menos. 
Cuando se marchó, viendo la novela de Hall sobre la mesa, sentí que de algún modo extraño volvía a mí, insistente, como convencida de que nos teníamos que conocer, de que nos íbamos a gustar, a pesar de mis anteriores descartes. Yo soy de esas que creen que las cosas no pasan porque sí… y además era un regalo hecho con afecto y sólo por eso, se merecía que le diese otra oportunidad, de manera que decidí intentar su lectura por segunda vez.
Y eso he hecho. El libro aterrizó en mi casa el atardecer del domingo y el jueves siguiente me esperaban un total de 6 horas de tren. Para empezar a leer una historia sobre la memoria y los peces conceptuales me pareció apropiadísimo el falso silencio y la soledad compartida de la que hacen gala los trenes modernos… y lo fue, sin duda, porque el libro de Steven Hall me enganchó.
“La memoria del tiburón” es muchas cosas, entre ellas una gran metáfora que gira alrededor de una pérdida traumática. Cada uno lleva las lecturas allá donde desea, y yo he trasladado esta a un rincón de mi propia memoria, en un tiempo en el que soñaba con cualquier cosa que me borrase los recuerdos, para no saber y para no sentir. El caso es que esta historia es de todo menos creíble… pero yo me la he creído.
El ludoviciano existe, lo sé. Es un depredador y se alimenta de los recuerdos de la gente (otra casualidad… ¿otra señal?, el domingo pasado escribí sobre la memoria y sus trampas… justo el día que el libro llegó, por tercera vez, a mis manos). Lo bueno del ludoviciano es que aparece cuando más lo necesitas, cuando te urge borrar algo para poder seguir hacia delante, aunque sea a trompicones, para «ir tirando» hasta que recuperes las fuerzas. Lo malo, que no te devuelve tus recuerdos cuando te sientes capaz de afrontar el trauma, sino una historia discontinua, con huecos, con caras sin perfilar, deslavazada, desdibujada e irremisiblemente incompleta.
No os voy a engañar, esta novela no creo que le guste a mucha gente, es complicada, extraña. El argumento parece un rompecabezas irresoluble: faltan algunas piezas, otras están repetidas… y sólo se ensambla a fuerza de que el lector complete, con retazos de su propia experiencia, los espacios vacíos.
Y, sin embargo, tiene ese algo que únicamente poseen las obras maestras: toca los órganos internos, hace saltar las alarmas, remueve la conciencia… se mete dentro, hasta tocar fondo y, si te atrapa, te deja tal que flotando, descolocado… y con una sensación rara, como si de pronto, todo te hubiese sido revelado y entendieses tu propio pasado, tus recuerdos, justo aquellos que no te atreves, casi nunca, a remover.
Precioso libro. Gracias L. acertaste, ya puedes estar tranquila… ¡acertaste de pleno!
Hace ya mucho tiempo, en esa época pretérita a la que me trasladó la novela, yo curaba mis heridas saltándome alguna clase de la Universidad y visitando lo que entonces era el Acuario de Barcelona. Se trataba de una única sala, redonda, en un edificio situado justo antes de que empezase el paseo al que llamábamos rompeolas (y al que me llevaban de pequeña, para que viese el mar, en una Barcelona que le daba la espalda). Recuerdo que la única iluminación existente emanaba de los tanques llenos de peces. Como acuario, ya entonces, era ridículo para esta ciudad, sin apenas especies que mostrar… nada en aquel lugar podía atraer a los amantes de los animales marinos, ni siquiera los colegios lo incluían en su ruta de visitas escolares. Por supuesto, no habitaban allí más tiburones que unos pequeños pintarrojas, los parientes pobres del tiburón blanco que Spielberg consiguió que asociásemos para siempre a la idea de ese animal.
Pero si como acuario no era bueno, aquel lugar no tenía rival como santuario. Era perfecto: casi vacío, oscuro… ¡no encontré mejor refugio!. Viendo nadar a los pintarrojas, mi alma se calmaba.
Tengo motivos para creer en los símbolos (en realidad siempre se tienen, basta con desearlo). El pez conceptual, el que se alimenta de recuerdos, el que evita que el dolor te vuelva loco, el que destruye partes de ti mismo… es un tiburón. Yo, leyendo el libro, he recordado aquellas tardes y he vuelto a sentir la humedad que imperaba en el recinto, he visto las enormes peceras, me he vuelto a bañar con su luz y, después de tantos años, he podido, por fin, llorar.
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