“…París, desde Luis XI, apenas si ha crecido un poco más de una tercera parte; claro que también ha perdido en belleza lo que ha ganado en amplitud. París nació, como se sabe, en esa vieja isla de la Cité, que tiene forma de cuna, siendo sus orillas su primera muralla y el Sena su primer foso. ”
Nuestra Señora de París. Victor Hugo.
Cuando mi padre enfermó perdí la capacidad de llorar. Al principio pensé que estaba disimulando para no contagiar mi pena a otros, creí que cuando ya no debiese ocultar el dolor, volvería a ser la llorona que había sido siempre. No fue así. La emoción se detenía en mis ojos y lo más que logré, al cabo de muchos meses, fue que se rasaran de lágrimas en una sola ocasión, ante el milagro de que alguien lea algo que has escrito y entienda perfectamente lo que querías decir cuando lo escribiste. Imaginé entonces que aquello era el principio de mi retorno a la que había sido siempre mi normalidad, pero fue únicamente una pausa, un espejismo, una falsa alarma. Las lágrimas se secaron otra vez y me resigné como pude: a partir de ahora serás esta, la que nunca llora.
Pero, como nada es para siempre, un día cualquiera te estás tomando un café tranquilamente con alguien a quien sabes que quieres y te quiere -porque los años vuelven a la amistad indestructible- y de repente esa persona hace algo inesperado, pone ante ti una caja y enseguida sospechas su contenido, pero aún así… ¿será posible que alguien sienta con tanta fuerza la necesidad de hacerte feliz, que no pueda esperar al día en el que se supone que deben hacerte los regalos? Lo es, porque se muere de ganas de decirte lo que tú ya sabes y de que empieces a disfrutar del momento.
Lloré, tímidamente, pero lloré, de emoción allí mismo, abrazada a ella; de alegría en el autobús, tras las gafas oscuras tras las que me parapeté; de felicidad más tarde, a solas en el estudio.
Entonces se me ocurrió mirar un diario digital y vi arder París. Se derrumbó la aguja de la catedral de Notre-Dame y con ella mi primer viaje al extranjero con amigos, la maleta sin ruedas y un papel con la autorización de mi padre para cruzar la frontera. El aire de París, para unos jóvenes -que ahora me parecen niños al recordarlos- todavía olía a mayo del 68 -seguía oliendo igual la última vez que estuve, hace casi diez años ya- y el único templo que nosotros queríamos visitar era el Café de Flore, donde imaginábamos a los fantasmas de Vian, Hemingway, Capote, Durrell, Aragon, Duras. Y a Sartre, sobre todo a Sartre, que había dicho lo más bonito que se puede decir de un lugar: «Durante cuatro años, los caminos del Flore fueron para mí los caminos de la libertad».
Buscaba, buscábamos todos, el París intenso de los barrios de la intelectualidad mítica o mitificada, pero también había que ver el otro. No recuerdo cómo llegamos hasta la Île de la Cité, probablemente cruzamos alguno de los puentes, anduvimos mucho esos días. A pesar de todo, nuestro alma joven no encontró nada de valor -excepto un vestido de flores, con tirantes, que visto el agosto gélido que vivían aquel año los parisinos, casi me pagaron por comprar-. Hasta que oscureció y la catedral gótica -ay, el gótico- se volvió majestuosa. Parecía indestructible aquel día.
París ardía en la televisión y mi alegría recién estrenada se mezcló con una tristeza antigua. Entonces llegó el diluvio, y lloré, lloré con rabia toda la amargura, la impotencia y la resignación acumuladas estos años y el cielo me acompañó con una lluvia fina y persistente, sin rayos ni truenos, sin aspavientos. Salí un momento al balcón, alcé la cara al cielo y dejé que la dulzura de la pequeñas gotas, barriesen la sal de mis lágrimas. Nunca se sabe qué o quién reabrirá la puerta que creíste cerrada para siempre.
El dolor sólido se licuó poco a poco. Retornó el llanto y con él la posibilidad de otra luz que ilumine un camino distinto, pero igualmente mío… y feliz.
Precioso escrito, Francesca, para quien llora mucho, desde la emoción pura, la positiva, la de la pena, la de la profunda tristeza. Para quien cree que las lágrimas sirven para vehiculizar sentimientos al exterior y convertirlos en vivencias q ayudan a conocerte… Y siempre quedará París para emocionarnos con su belleza
Gracias Esther, por pasarte por el club y dejar tu rastro, no te imaginas cuánto me alegra verte por aquí. Siempre hay maneras de darse a conocer al otro, ya sea con unos escritos, ya sea con las toneladas de generosidad que nos envías desde el otro extremo de esa larga mesa que, milagrosamente, tanto nos acerca. Un abrazo.
Y acuérdate de volver, que siempre serás bien recibida.