Soledad

“Hijas tengo grandes ambiciones para vosotras, pero no se refiere a que hagáis ostentación de nada ni a que os caséis con hombres ricos por el hecho de que sean ricos o tengan casas espléndidas, que no serían auténticos hogares si en ellas falta el amor. El dinero es útil y valioso, incluso precioso y noble si se emplea bien, pero no querría que jamás pensarais que es el primero de los premios o el único. Preferiría veros casadas con hombres pobres pero felices, amadas y contentas, que reinas en tronos pero privadas de la paz, el amor y el respeto.» Mujercitas. L.M. Alcott

Para I. Hace mucho que te lo debo.

Había vuelto el dolor después de algunos días. Esta vez era apenas una ligera presión. Lo justo para recordarle que estaba ahí, que el tiempo volaba y que había que aprovechar hasta el último minuto. Eso pensaba ella, pero cuando veía la televisión, le parecía que el resto del mundo seguía como siempre, dando tumbos sin sentido y actuando como si fuesen a vivir eternamente. A veces ella también se sentía tentada de moverse mucho y con rapidez, para espantar el miedo como había visto espantar las moscas en el pueblo, cuando su abuela agitaba con energía una paleta de plástico flexible enganchada en un mango de alambre rígido. Le llamaban matamoscas, pero aquel trasto rara vez hacía honor a su nombre, simplemente las alejaba un rato de su objetivo, para que luego regresaran con más ímpetu, como lo hacía el dolor, aunque intentara distraerlo.

Hasta hacía poco, cuando estaba tranquila se tapaba con la manta en la butaca y leía una novela. Solo le gustaban los clásicos, no quería más sobresaltos en su vida, iba a lo seguro: Galdós, por ejemplo o Dickens, aunque el inglés era tan triste… Los rusos tampoco fallaban nunca, pero escribían novelas demasiado largas y temía irse sin haberlas terminado. Eran libros gruesos y últimamente le costaba sostenerlos, así es que él se había ido convirtiendo, poco a poco, también en su lector. Cuando estaba sola, como ahora, su batalla se centraba en no pensar en el futuro. Era difícil. Los primeros rayos de sol entraron por la ventana y los miró añorando el momento en el que no los viera más.

Él bajó y se puso a preparar el desayuno. “¿Qué tal estamos hoy?”, sabía que hablaba en plural para que no se sintiera sola. Siempre temió más a la soledad que a la muerte y él lo sabía. Le acercó la bandeja con el café con leche muy caliente y el platito con 5 galletas maría, se sentó en el reposapiés, frente a ella, añadió el azucarillo y desmenuzó las galletas dejándolas caer sobre la taza. No le dijo que todavía podía hacerlo ella misma, porque sabía lo importante que era para él que le necesitase.

La enfermedad los había vuelto a reunir. Siempre supo que no habían dejado de quererse, que se precipitaron al separarse, que debieron esforzarse un poco más, pero convivir con ella, mientras su cuerpo funcionó como un reloj suizo, no había sido fácil. Entonces creía que la intensidad con la que se vivía la vida  se medía por la cantidad de experiencias extraordinarias que se experimentaban y no por la profundidad con la que se observaban las cosas sencillas. Se había pasado la vida corriendo en pos de una felicidad que curiosamente había encontrado cuando el infortunio la obligó a detenerse.

Cuando dejó la cucharilla sobre la bandeja él limpió sus labios con una servilleta de lino blanco. Era la única superviviente de la mantelería que les había regalado su madre cuando se casaron. Todo pasa y todo permanece.

El dolor volvió en forma de un pinchazo agudo. Apretó los dientes y contuvo la respiración como si así evitara que se expandiera por todo su cuerpo. Él trasteaba en la cocina y cuando regresó a su lado lo peor ya había pasado.

Traía una taza de té que dejó sobre la mesa de centro. Recordó lo mucho que había despreciado los rituales que a él tanto le gustaban, especialmente aquel: el sonido del hervidor, el color de agua sucia, el olor especiado de su té preferido. Ahora lo amaba por no haber dejado que ella le quitara todo aquello. Por haberse rebelado, por marcharse a pesar de quererla tanto. “Ni siquiera por ti puedo dejar de ser quien soy” le había dicho antes de irse y a ella aquello le sonó ridículo, pero, incluso entonces, en el fondo de su corazón, supo que él tenía razón.

Ahora sin embargo, mientras lo veía darle un sorbo al té, quemarse, quejarse de su propia impaciencia y colocarse lentamente las gafas de leer; mientras contemplaba la delicadeza con la que cogía el libro y lo abría por la primera página, él le pareció a la vez una roca sólida y un pozo de ternura. Lo mejor que le había dado la vida.

– “Hoy te tengo preparada una sorpresa” -le dijo sonriendo desde sus profundos ojos verdes.

Ella hizo uno de esos mohines cómicos que a él tanto le gustaban, fingiendo un interés que no sentía… ¿qué podía despertar su curiosidad a aquellas alturas?

Entonces él empezó a leer con aquella voz que se había convertido para ella en el símbolo perfecto de su amor.

“ – Sin regalos, la Navidad no será lo mismo –refunfuñó Jo tendida sobre la alfombra.
– ¡Ser pobre es horrible! –suspiró Meg contemplando su viejo vestido”.

Y el mundo que el dolor había detenido, volvió a girar como si tal cosa.

¡Feliz domingo, socios!