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El día que me quieras. Carlos Gardel.

De pequeño dormía tan bien que una vez me asusté pensando que no estaba en casa, cuando en realidad estaba perdido bajo el edredón de nuestra cama. Se escondió allí para darnos un susto y se quedó dormido.

Muchas noches me pedía que le contase algo para que luego él lo soñase. Entonces yo me inventaba un cuento sobre la marcha, poniendo mucha atención en lo que decía, para anotarlo después en una libretita porque, si le gustaba, sabía que querría que se lo repitiese al día siguiente con las mismas palabras. J. siempre ha tenido memoria fotográfica. Imposible engañarle con arrumacos, «ayer dijiste que llegaba primero el conejo y luego el perrito, yo quiero que llegue primero el conejo y luego el perrito, como ayer». Y vuelta a empezar la historia. Eso pasaba porque yo también disfrutaba más fabulando que leyendo cuentos que ya sabía y, además, ¡cuánto me gustaba que él prefiriese los míos! A veces, si estaba muy cansada, cogía uno de los libros gordos -así los llamábamos- con historias ilustradas preciosas, que todavía conservo, porque me recuerdan su infancia, pero también por si hay que alegrar algún día las noches de otro niño y yo ya no sé fabular. El miedo a olvidarme de cómo se inventa uno una mentira plausible, es en mí un sentimiento recurrente.

«Por la mañana, al salir de casa, el sol brillaba como tenía que ser, porque su trabajo consistía en eso: iluminar y calentar la tierra para que los niños creciesen mientras jugaban en los parques y los árboles se sacudiesen la pereza y fabricasen fruta… Pero después el día se complicó. El sol se encontró con una estrella muy pequeñita -«¿más que yo? sí, sí, mucho más que tú»- que no se quería ir a dormir y tuvo que acompañarla a su casa. La estrella resultó que vivía justo en la otra punta del planeta, debajo de donde ahora estaba durmiendo la luna.

De repente, un montón de nubes aprovecharon el momento en el que el sol dejó de vigilar y cubrieron el cielo, que se puso blanco en vez de transparente, que es como nos gusta a nosotros que esté. La estrella, cuando llegó a su casa (las estrellas duermen encima de las nubes, que son como de algodón, muy suaves y blanditas), se puso a llorar amargamente porque quería ver lo que pasaba en la tierra cuando brillaba el sol, y sus amigas, claro, hicieron lo mismo, un montón de estrellas llora que te llora ¡imagínate el panorama! Y como las oyeron las que vivían justo encima de tu colegio, también se pusieron a llorar, por eso, cuando llegó la hora del recreo, en el patio llovía a cántaros y la señorita dijo que aquel día no podíais salir a jugar.

Entonces, a las hadas que cuidan de las estrellas -por eso no las podemos ver a menos que ellas salgan de paseo y quieran curiosear lo que hacemos, tienen mucho trabajo por las mañanas- les disteis pena, ¡pobres niños que no pueden salir a jugar al patio de su cole un día de primavera! y, de repente empezaron a caer del cielo impermeables de colores con alitas -¿con capucha, mamá, con capucha? sí, con capucha todos – y la profesora repartió redes de cazar mariposas para que los niños atrapasen los impermeables, se los pusieran y jugasen en el patio sin mojarse.

Los impermeables tenían los bolsillos llenos de galletitas de chocolate que las hadas habían dejado allí para los niños y ese día todos desayunasteis eso y una jarra de chocolate desecho que preparó Antonia en cuanto vio que sacabais las galletas de los bolsillos.»

Los cuentos eran para que se durmiese, pero nunca bastaba con uno, siempre me pedía otro más, y otro, hasta que yo le contaba el de María Sarmiento «que se la llevó el viento y se acabó el cuento» y él se enfadaba conmigo.

El soñaba con mis cuentos y yo con que un día él, simplemente, me quisiese. Así, sin más. Siempre he creído que el amor -con mayúsculas- es lo que queda cuando eres prescindible, cuando el otro entiende que ya no te necesita. Pensaba entonces que llegaría un día -cuando mi tiempo corriese mucho más deprisa que el suyo, tanto que a veces sintiese vértigo- en el que fuese él quien me diese argumentos para que yo me tranquilizase y durmiese sin problemas.

Ayer, durante la comida, estuvimos hablando de agujeros negros. Me dijo que no lo absorbían todo, que no había que temerlos, «solo atraen la luz que generan, es como la gravedad de la tierra, más o menos, para que lo entiendas». Mi gran miedo no es ser engullida por un agujero negro, pero si lo pienso…

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La semana pasada estuve de vacaciones, fueron pocos días, los justos para hacer todas esas cosas que se van postergando porque da pereza ponerse o porque los horarios son incompatibles. Fui a recoger el título de doctora a la delegación del gobierno, acompañé a mi padre al registro de la propiedad intelectual y empecé a ver Broadwalk Empire, también aproveché para comprar materiales del curso de caligrafía que empecé el lunes. He leído el primer libro de la serie de Malcolm Fox -otra vez Rankin, sin novela negra para mí no hay vacaciones- y un magnífico artículo de Santiago Prieto sobre Camilo José Cela, que ha servido para reconciliarme con un escritor al que nunca le perdoné que me decepcionase tras La familia de Pascual Duarte y Pabellón de Reposo. Poco más; la mona de cacao y coco, a la que me olvidé de hacerle una foto enseguida y cuando me acordé ya era tarde ¡hacía tiempo que no tenía tanto éxito un pastel mío! – las figuras de Chocolat Factory ayudaron bastante a que así fuera, estoy segura- y una historia que me llegó de muy lejos y a la que correspondí enviando otra de vuelta, esta vez propia.

Mañana empezará para mí un semestre largo, porque no volveré a tener vacaciones hasta septiembre. No importa, ya es primavera.

¡Feliz domingo, socios!