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—Muy bien —replicó el visitante—. Lanyon, recuerda tu juramento. Lo que vas a ver debe quedar bajo el secreto de nuestra profesión. Y ahora, tú que durante tanto tiempo has mantenido las opiniones más estrechas de miras, tú que has negado la existencia de la medicina transcendental, tú que te has reído de los que te superaban en saber, ¡mira!
Y diciendo esto se llevó el vaso a los labios y se bebió el contenido de un golpe. Dejó escapar un grito, giró sobre sí mismo, dio un traspié, se aferró a la mesa y allí quedó mirando al vacío, con los ojos inyectados en sangre y respirando entrecortadamente a través de la boca abierta. Y mientras le miraba, me pareció que empezaba a operarse en él una transformación. De pronto comenzó a hincharse, su rostro se ennegreció y sus rasgos parecieron derretirse y alterarse. Un momento después yo me levantaba de un salto y me apoyaba en la pared con un brazo alzado ante mi rostro para protegerme de tal prodigio y la mente hundida en el terror.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —repetí una y mil veces, porque allí, ante mis ojos, pálido y tembloroso, medio desmayado y tanteando el aire con las manos como un hombre resucitado de la tumba, estaba Henry Jekyll

El Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Robert Louis Stevenson.

Hay episodios de nuestra vida que esperan en la memoria hasta que les llega su momento de aparecer esplendorosos y triunfantes ante el presente, que es siempre más gris que cualquier recuerdo novelado por el tiempo. Uno de esos fragmentos vitales llegó a mí el martes, mientras esperaba el primer autobús de la mañana, de la mano de una desconocida y su cigarro incandescente. Por primera vez en los más de quince años que hace que no fumo, el olor del tabaco me resultó desagradable y, por un instante, vi a mi yo de entonces, pero no conseguí unir aquella imagen, casi romántica, de la chica con la trenca oscura, subrayando un libro con la mano derecha y sosteniendo un John Player Special esbelto y humeante con la izquierda, a la de mi compañera de espera, una mujer adulta, embutida en un abrigo acolchado, encendiendo un cigarro al amanecer, aún a sabiendas de que no le daría tiempo de acabarlo antes de que llegase el primer autobús. Apenas tres minutos de nocivo placer rubio americano, eso indicaba la pantalla luminosa que podría disfrutar, y sin embargo, “escogió encender el cigarrillo”, pensé para, inmediatamente después, recordar que hay cosas que no las elige uno. Menuda decepción… los besos de la chica de la trenca tuvieron forzosamente que saber a cenicero.

El miércoles sin embargo, los recuerdos sobrevenidos fueron de esos que endulzan la vida. Se concentraron por la tarde, a partir de un encuentro con la mejor archivera del mundo y gran amiga, con la que es imposible hablar sin aprender algo de lo mucho que ella sabe (gracias también a ti, Miquel, por el interés y el afecto que pusiste en ayudarnos a comprender). Con ella regresé al tiempo de las castañas y los jilgueros, a cuando el suelo era de tierra blanda y los ascensores olían a madera encerada. Así transcurrió, feliz, la tarde en la que salté del vigoroso San Leopoldo con mostachos a la Lucrecia de Campeny, bella aunque muerta, en su salón dorado. La falsa frivolidad que se respiraba en la 080 me dio energía y me la quitó al mismo tiempo, porque regresé a casa cansada pero con ganas de poner orden en las tintas y los rotuladores de colores. Lo haré este fin de semana en el que ya no tendré que tejer mitones (dos jóvenes promesas acabaron, sin saberlo, regalándome unos que estrené el jueves ¿a qué esperar?). Lo primero en lo que pensé fue en que debería darle otra utilidad a tanta lana rescatada del olvido como acumulaba en casa.

El problema se solucionó pronto, porque el viernes, al incorporarme de la cama, medio dormida todavía, le di un manotazo al iPad que lo lanzó al suelo a la velocidad de la luz. Hacía tiempo que venía diciendo que cuando se rompiese ese cometiempo del demonio no lo repondría (lo compré en un momento de esos que tengo a veces, en los que cometo no ya errores garrafales, sino auténticas tonterías) y dicho y hecho. Me sentí liberada. Yo soy de ordenador y libros en papel (otra compra fallida fue el libro electrónico, pero esa es una historia menos dolorosa), lo del iPad se me representaba demasiado a la televisión: consumir sin interaccionar, mirar a lo tonto, porque sí, dejando pasar las horas. En resumen: nada que ver conmigo y, sin embargo… Los hados vinieron a mí, porque, con el estruendo del golpe, se deshizo el hechizo y ese mismo día, al regresar del trabajo, empecé un chal que cambiará de color a medida que se agoten los viejos ovillos y den paso a otros, menos viejos pero igualmente olvidados.

Pero esta semana ha habido mucho más: una conversación ridículamente tópica sobre política, que no pude evitar oír en el autobús (mi universidad, últimamente), entre dos señoras muy enseñoreadas, que hablaban con la zafiedad propia del que solo sabe sospechar; un sueño que no repara pero consuela y se repite bastante en los últimos tiempos; un par de gestiones discretas por ver nuestra historia encuadernada –notables aunque mínimas, porque a mí esos tragos me aburren y me inquietan, casi a partes iguales-; un lugar común, revisitado sin alguien que no quiere nada con el pasado, pero que se zambulle en él siempre que tiene ocasión, arrastrando a los que están –o estamos- a su lado y una comida en el Ura, que me recordó lo bien que comimos la semana pasada en el Buongiorno, una tiene sus preferencias culinarias y no siempre son las que dicta la moda.

Y ha llegado por fin el frío y con él el deseo de todo superviviente: que el amor y el humor le ganen la batalla a la melancolía.

¡Ojalá se cumpla!

¡Feliz domingo, socios!