A los amigos los necesitamos fundamentalmente para ser más insolentes, es decir, más nosotros mismos; ante ellos ejercitamos nuestras fanfarronadas, nuestras prepotencias, nuestras vanidades; ante ellos nos presentamos peores y mejores de lo que realmente somos. No nos avergonzamos de ninguna falsedad: el amigo que nos conoce sabe hasta qué punto podría volverse verdadera. Las normas y costumbres generales a las que normalmente hemos de atenernos aburren al amigo, que en los momentos ordenados de su vida las cumple igual de bien que nosotros mismos. Mientras está con nosotros, quiere prescindir de ellas; la libertad que él nos concede se la devolvemos, y queda muy contento; también a él le gusta ser él mismo.
La provincia del hombre. Carnet de notas 1942-1972. Elías Canetti.
Este enero que hoy aquí despido, acaba con un frío de esos que nada tienen que ver con la meteorología, porque no nacen en los neveros de las montañas, ni los arrastra hasta nosotros el viento del Norte, sino que provienen del desamor, la soledad y el miedo.
Parece como si los amigos más cercanos, los que forman la parte del mundo que habito, hubiesen decidido ser otro por unos días. O desaparecer, como A. que dicen que se ha ido para siempre, pero con el que sigo pensando que compartiré la próxima tarde de domingo en la que su equipo juegue un partido decisivo, de esos en los que se hace imprescindible que yo esté presente, para hacer tintinear mi pulsera de la suerte frente a la pantalla de su televisor. Ayer abrí el joyero y toqué los pequeños dijes de plata; estaban helados, como todo este maldito mes.
Lo raro es que el cariño de A. fue, en su día, para mí, un afecto heredado, una de esas personas que son tan amigas de otra, que no puedes querer a uno solo, porque no se conciben separados. Sin embargo, era, es, transparente y sé que no fingía su alegría cada vez que, sin avisar, me presentaba en su casa, para tomar un café y charlar un rato, casi siempre de mis proyectos imposibles, más que de sus sólidas realidades.
A. también era, es, uno de esos hombres que supo elegir (o, lo más probable, permitir que ella le eligiese), compañera de vida; fuimos cuatro muchas tardes, la última hace pocos días, aunque ninguno sabía, claro está, que sería eso: la última.
No es lluvia fría, ni siquiera nieve, es una fina capa de hielo duro, que congela cuanto toca, menos el corazón. El corazón arde.
Pese a todo…
¡Feliz domingo, socios!
El corazón, arde, duele, se alborota pero son los recuerdos los que lo descontrolan. Reacciona con fuerza a ese intenso frío que a veces nos rodea.
Los amigos nunca se van del todo, siempre parece que pueden llamarnos, sobre todo nos resuena mentalmente las últimas voces que nos dieron. Tarde o temprano acudiremos a esa convocatoria. Mientras tanto podemos recordarlos y celebrar de nuevo aquellos momentos. Alimentar un poco ese fuego que nos calienta por dentro.
Un virutal abrazo.
JA
Recordar es revivir, por eso es tan importante seleccionar bien aquellos fragmentos de tu vida con los que vas a quedarte para siempre. En estos casos, son las pequeñas cosas las que marcan la diferencia, de los amigos no solo conocemos las grandes gestas (buenas o malas), también los recordamos al escuchar una determinada música o al beber el vino que les gustaba… eso es al final, lo que alimenta ese fuego que dices, sí…
Un abrazo, José Antonio, y gracias por pasarte por aquí.
Ay, Francesca, hay personas que pasan por nuestras vidas para dejarnos buenos recuerdos, para dejarnos mucho, aunque se marchen.
Un abrazo.
Los otros amigos, los que seguimos por aquí, estamos siempre a un toque de teléfono, cuando quieras.
La única posibilidad de salir indemne de esta vida, de acabar inmaculado y sin un solo rasguño, es no haber querido a nadie. Las dos sabemos que esa no es una opción ¿verdad?
Así que, este tipo de dolor, es un dolor con cierto regusto dulce: contra más has querido, más duele.
Consuela saber que estáis los otros, aquí, a un toque de teléfono, dispuestos a echar un cable.
Gracias Judith. Un abrazo fuerte.