Freedom. AI (2011)
Coming around again. Carly Simon
Nos sentamos y estuvimos conversando cerca de dos horas. Le conté toda mi vida, no la pasada sino la que tendría en el futuro, cuando viviera en París y fuera escritor. Le dije que quería escribir desde que leía por primera vez a Alejandro Dumas, y que, desde entonces soñaba con viajar a Francia y vivir en una buhardilla, en el barrio de los artistas, entregado totalmente a la literatura, la cosa más formidable del mundo. Le conté que estudiaba Derecho para darle gusto a mi familia, pero que la abogacía me parecía la más espesa y boba de las profesiones y no la practicaría jamás. Me di cuenta, en un momento, que estaba hablando de manera muy fogosa y le dije que por primera vez le confesaba esas cosas íntimas no a un amigo sino a una mujer.

La tía Julia y el escribidor, Mario Vargas Llosa
Estos días me han ocurrido cosas que merecerían convertirse en cuentos. Entendedme, no quiero decir que pueda ni vaya a hacerlo, sino que ellas lo merecen. No siempre me pasa algo digno de ser contado, por eso, cuando pasa, me da rabia quedarme con las ganas.
Yo no soy aquí un ser anónimo (por voluntad propia, bastante me costó aceptarme tal y como era, como para desandar ahora el camino) y las cosas importantes nunca vienen por su propio pie, sino de la mano de personas con las que te relacionas, así que, si hablo de asuntos concretos, raro será que no haya alguien que considere que, aún omitiendo su nombre, traiciono su confianza.
Ese es, sin embargo, el menor de los problemas, porque cuando escribo una historia y aún a riesgo de parecer cruel, soy de las que pienso, como Faulkner (menudas pretensiones ¡cómo Faulkner, nada menos!), que uno debe vender a su madre si es preciso (esto es metafórico, claro), si con ello consigue mejorar el relato… de tal modo que, partiendo de un hecho cierto, suelo irme por los cerros de Úbeda e invento. Claudico ante el sonido de una frase y sacrifico la realidad a la ficción sin dudarlo ni un instante, cuando la segunda embellece o simplemente añade interés a la primera. Huyo de la historia verdadera y a veces el destino en nada permite sospechar el origen, pero, aún así, si el que cree verse reflejado en una historia mía, se ve peor de lo que piensa que es en realidad, se ofende. No me importa si eso deriva en enfado, pero sí cuando en lo que se traduce es en dolor. El problema de la gota que colma el vaso es que no sabe que lo es y se precipita con la misma alegría con que lo hace cualquiera de sus predecesoras. La profundidad de la herida que puedas provocar en otro, la mayoría de las veces, depende más de lo lacerada que esté su piel, que del golpe en sí.
Por eso hoy no os cuento nada de lo mucho que me ha pasado estos días e historias divertidas, curiosas, interesantes o simplemente ridículas, se van a quedar en esa carpetita que bauticé con el nombre de «Ideas ficción» que tengo en el escritorio del ordenador, a la espera de que yo descubra la forma de poner la distancia emocional que me permita escribir en libertad.
A veces esa distancia la pone, sencilla y discretamente, el tiempo. En él confío.

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Hace ya días, entre bromas, un amigo me contó que ante la falta de atractivo de los libros que caían en sus manos esos días, había vuelto los ojos a La Divina Comedia (creo que todos los buenos lectores tenemos un libro recurrente, yo más de uno, otro día hablaremos de ellos). El caso es que acabó diciéndome “luego te cuento en qué infierno de Dante te vi”.
¿Alguien sabe por qué hay frases que cuando las lees parece que pasan desapercibidas y sin embargo luego reaparecen un día de repente, para quedarse ahí, en plan martillo pilón? Bueno pues iba yo el jueves en el tranvía, de regreso a casa, cuando recordé que tenía pendiente que me aclarase eso.
En lo primero que pensé fue en que, cuando leí el libro, me vi irremediablemente en la laguna de Estigia, no por perezosa, sino por triste. Andaba yo entonces atravesando una etapa de existencialismo mal entendido, en la que estaba triste por elección, como si la tristeza fuese algo que uno se puede poner y quitar a su antojo. Se me pasó pronto, claro, pero el caso es que fue entonces cuando leí el libro por primera vez.
Pero es un amigo reciente, de modo que ¿qué podía saber él de aquellos tiempos?. Le dí más vueltas y se me ocurrió que bien podría haber hecho una asociación de ideas (excesivamente fácil en su caso) y haberme visto en ese segundo círculo, como a Francesca di Rimini, castigada al infierno por amar. Pero  una Francesca sin Paolo no se entiende y además servidora anda ya lejos de la tierna edad a la que ella murió. Mucho peor sería enviarme, aunque solo fuese con la imaginación, al infierno al que estaba destinado su verdugo, «el sitio de Caín espera al que nos quitó la vida». El de los traidores. El peor.
Aunque, pensándolo bien, quizás me vea con herejes como Farinata. Tengo mis dudas sobre la inmortalidad del alma y él lo sabe, así que apostaría que es ahí donde se ha encontrado conmigo, según bajaba, de la mano de ese Dante con el que, sin nada mejor que leer, ha vuelto a descender a los infiernos… a subir al paraíso no creo que le haya dado tiempo (una lectura común no se lo permite), porque entonces lo tendría claro. He vuelto a releer fragmentos de ese libro a lo largo de mi vida y, si pudiese elegir, creo que iría al cielo de la luna. Es el único al que puedo aspirar, porque es el menos virtuoso, pero seguramente también el más alegre y por eso mismo ¡el mejor!

¡Feliz domingo, socios!
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