The Linnean Society. FC (2012)

Una de las primeras fotografías que conservo de cuando era pequeña (entonces no se hacían tantas como ahora, ni muchísimo menos) es una en la que mi padre me lleva en brazos mientras yo sostengo una pequeña palma. Por lo arreglados que vamos los dos, deduzco que se hizo tal día como hoy.

La palma que nos compraban a las niñas era blanca y apenas pesaba, pero no me gustaba nada, comparada con los palmones que tenían los chicos y a los que ellos solían golpear contra el suelo hasta que el extremo parecía una escoba vieja. Sin embargo, la pequeña palma blanca tenía una ventaja en mi caso.

Mi padre tenía habilidad para la papiroflexia y el lunes, tras la exhibición callejera de aquella especie de farol apagado que para mí no era más que una carga, humedecíamos las hojas, que se volvían flexibles como el buen papel y él las convertía en pequeñas pajaritas, en estrellas, farolillos trenzados y -lo que más me gustaba- en ranitas que saltaban al menor roce de mi dedo.

La mesita de noche se me llenaba de figuritas que desaparecían de pronto, cuando mi madre consideraba que ya solo eran pequeños nidos de polvo. Y así hasta la Semana Santa siguiente.

En aquel tiempo yo imaginaba Elche como una especie de ciudad encantada, llena de palmeras con sombrero (había que protegerlas del sol para que no se pusieran verdes y a mí no se me ocurría otra manera).

No sé en qué momento las personas decidimos seleccionar un recuerdo y no otro. Intuyo, eso sí, el motivo, más que nada porque siempre es el mismo: el amor.

Para mí el Domingo de Ramos no es el día en el que estrenaba vestido (que lo hacía), ni el de la misa de doce (que también). Para mí ese día es solo el preludio del día siguiente, por la tarde, al volver mi padre del trabajo; Domingo de Ramos son mis pequeñas manos mojadas, humedeciendo la palma y sus manos, enormes, trenzando animales, estrellas y farolillos.

Nunca te olvido, papá.

¡Feliz domingo, socios!