Georgian Tearooms

Jane Austen no tenía, como Emily Brontè, simplemente que abrir la puerta para hacerse sentir. Con alegría y humildad recogía las pajitas y las ramitas con las que el nido iba a hacerse y las colocaba cuidadosamente juntas.

Virginia Woolf

 

Hoy me he levantado más tarde, como todos, aunque todavía no entiendo el supuesto beneficio del rito del cambio horario y, con la excusa del descontrol del ritmo que provoca, he hecho algo inusual en mis amaneceres de domingo: ver una película (lo habitual es que lea, o que escriba aquí). La elegida ha sido «Sentido y sensibilidad», lo cual ha hecho menos extraño el hecho, porque verla ha sido casi, casi, como leer a Jane Austen.

Hace un par de semanas, hablando de literatura, una amiga me confesó que nunca había leído una novela de esa autora y supongo que puse tal cara de sorpresa, que otro de los presentes me corroboró que, en efecto, hay mucha gente que nunca ha leído un libro suyo. Luego estuve pensando en las grandes adaptaciones cinematográficas que los ingleses suelen hacer de sus clásicos y en que eso debería animarnos a leerlos y no al contrario. Conocer el final no le resta interés a la historia y la ventaja de las novelas es que una puede añadir a lo que nos cuenta el autor, suposiciones que las acercan a nuestras propias experiencias y las hacen más útiles en su función de empuje o consuelo.

Aunque eso, «conocer el final», es importante, claro. Yo estoy esperando ahora la confirmación o negación de un hecho, que provocará (o no) un pequeño cambio en mi vida. Y ando con ganas de saber ya a qué atenerme. Cambiar es crecer, dicen, y es cierto en la mayoría de ocasiones, pero también lo es que, a veces, da miedo, porque significa que algo que no querías que pasara, pasa, y tienes que adaptarte a la nueva situación. Pero ese no es ahora mi caso y lo que siento no es más que impaciencia por saber el resultado. Y eso, la impaciencia, es normal en mí.

También lo es el hacer cambios en mi vida, porque me gusta, aunque no entienda el por qué de adelantar y retrasar la hora cada seis meses… ¡si yo, de todos modos, me levanto siempre de madrugada!


 

He vencido ya diez veces la pereza de cambiarme de ropa y volver a salir a media tarde. He cruzado veinte veces el parque infantil que hay delante de mi casa y he recorrido, veinte veces también, los siete minutos de asfalto que me separan del gimnasio.

Desde que regresé de vacaciones, dos días a la semana, meto los calcetines antideslizantes en el bolso y me voy a clase de Pilates. Nunca antes me había planteado hacer ejercicio dirigido por un profesional, es más, había alardeado de no haber cometido «todavía» el error de pagar la cuota del gimnasio y no acudir, sin embargo ahora me siento satisfecha de mi incipiente constancia. Y mi espalda parece que también lo está, porque el dolor parece haberse convertido, en poco tiempo, en una molestia incómoda, que ya solo aparece de vez en cuando.

El sábado, preparo la ropa de deporte de toda la semana y la dejo en el cesto del estudio. El que tengo junto al sofá y en el que guardo también un cojín de flores, la bolsa con la lima de uñas, la crema de manos y los guantes que me gusta ponerme antes de sumergirme en una larga sesión de lectura, unos calcetines gruesos que compré en el ya lejano viaje a Berlín y una toalla blanca, con un ribete en punto de cruz, que bordé en un tiempo en el que me dio por dedicarme a esas cosas. Contemplo las mallas y las camisetas dobladas y me parece increíble no haber sucumbido a la pereza todavía… aunque temo al frío y a la lluvia, porque sé que entonces será todo un poco más difícil.

Pero ya llevo diez sesiones… ¡diez!

¡Feliz domingo, socios!