—¿No piensas en qué pasará cuando lleguemos? ¿No temes que quizá no sea tan bonito como pensamos?
—No —replicó con rapidez. No lo temo. No debes hacer eso.
-Yo tampoco. Es demasiado, es vivir demasiadas vidas. Delante de nosotros hay mil vidas distintas que podríamos vivir, pero cuando llegue, sólo será una. Si voy adelante en cada una de ellas, es excesivo.Las uvas de la ira. John Steinbeck.
A estas horas yo debería estar de vacaciones, pero un imprevisto ajeno ha hecho que todavía estemos en casa. Durante la semana trabajo, pero los domingos de agosto disfruto de unos días silenciosos, sin obras, sin tráfico, sin vecinos. El pueblo, visto desde la ventana del estudio, es un cuadro pintado con colores que ni siquiera existen en el día a día laboral. Cuando me acerco a Barcelona, las zonas de la ciudad por las que me muevo parecen escenografías melancólicas y vacías que se asemejan más al recuerdo que a la realidad y, precisamente por eso, parecen más reales, no sé si me explico… Es como cuando contemplo fotografías del pasado: no puedo evitar sentir que las personas y los objetos un día estuvieron ahí, pero que ya no están, aunque yo pueda verlos.
A mí me gustaría lograr algo parecido cuando escribo y que el relato sea la representación de la vida silenciosa y quieta de los personajes y de los objetos. Que la historia pare el reloj del mundo, pero mantenga el latido de la existencia de lo que se describe. Que todo reviva en el momento en el que alguien lo lea y las frases descansen, dormidas, mientras nadie posa sus ojos en ellas. Que el silencio se rompa solo cuando lo que lo interrumpa merezca la pena. Es una pretensión demasiado ambiciosa, lo sé.
Este es un domingo espléndido y yo no debería estar aquí, pero estoy, estamos, quietos y callados, envueltos en unos días que habíamos imaginado distintos, pero que se han presentado ligeros y levemente iluminados.
A veces la vida nos sorprende, y se vuelve, de repente, -en su liviandad- rotunda, intensa e inclasificable.