Esther Williams, no sé más
Diana Panton, Moon River

«- ¿Conoce usted esos días en los que se ve todo de color rojo?
– ¿Color rojo? Querrá decir negro.
– No, se puede tener un día negro porque una se engorda o porque ha llovido demasiado, estás triste y nada más. Pero los días rojos son terribles, de repente se tiene miedo y no se sabe por qué. «

Desayuno en Tiffany’s, Truman Capote

Suelo acordarme de Truman Capote cuando leo una novela que, pudiendo ser maravillosa, no llega a serlo. No hablo de una de esas en las que se nota que al autor le faltan ideas para orquestar un buen argumento o carece del vocabulario preciso para expresar lo que desea… no, no, me refiero a las que, teniendo todo eso, adolecen de la pasión que las convertiría en sublimes. Lo mejor de La casa de la alegría es su título (inmenso, me cazó al vuelo) y sus últimas 50 páginas, absolutamente maravillosas; el resto es una promesa, un texto que siempre está rozando la excelencia, pero no la acaba de alcanzar nunca. Es una de esas historias en las que hay demasiadas escenas inútiles, que nada aportan al relato. Con una mezquindad basta para definir a un mezquino, dos pueden aceptarse, la tercera es burda repetición… leyendo esta novela, he llegado a sorprenderme a mí misma diciendo en voz alta “ya lo he entendido Edith, no insistas más, por favor”.
Cada vez me gusta más el relato corto, Capote conocía su valor y por eso, sus mejores obras (no, A sangre fría, no es su mejor historia) son novelas breves, con una alta concentración de talento.
Os confesaré que la cita que elegí ayer por la noche para empezar este post no era esta, sino otra, del mejor libro que recuerdo de él, Música para camaleones (otro título que me hechizó… aunque de este sí puede decirse que me dio lo que, generosamente, prometía), y decía así: «Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.» Pensaba hablar aquí de los regalos del azar y del veneno que a veces esconden… pero entonces se ha cruzado en mi vida Holly, con sus días rojos, y he corrido tras ella, como no podía ser de otra manera.
Cuando leí Desayuno en Tiffany’s sentí no haberlo hecho antes y culpé a Audrey Hepburn de ello, su magnífica creación poco tenía que ver con el personaje que escribió Capote, e incluso podría decirse que lo mató para toda una generación. Pero es solo a la Holly Golightly de la novela, mucho más real, inmensamente humana, a la que puedo imaginar atravesando la niebla en la que nos envuelven siempre los días así. Astuta, ambiciosa, vanidosa… pero también dulce y amedrentada ante los caprichos de la vida… ¡más Lula Mae que nunca!
A mí también me sobrevienen días rojos, de repente, como suelen pasar estas cosas. En verano los suavizo subiendo a la piscina, a darme un baño a esa hora del atardecer que en invierno será noche cerrada. El agua fresca apaga la fiebre del temor y me devuelve la fuerza… y la alegría. Y contemplo la luna, que empieza a perfilarse, mientras pienso en que, tal vez, el día menos pensado, mi corazón se volverá sabio y abrirá para mí la casa que solo los locos habitan… y el miedo se diluye poco a poco hasta desaparecer…
¡Feliz domingo, socios!
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Esta semana, en la que tanto hemos hablado de novela negra, ha muerto Colombo. La noticia ha traído hasta mí recuerdos de mi infancia, ¡me encantaba aquel detective que tanto sabía de la condición humana! Parece ser que el actor acabó sus días sin saber quien era, confundiendo recuerdos, siendo, tal vez, más Colombo que nunca… él también.
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