Postmen

Zhuang Zi y el maestro de lógica Hui Zi se paseaban por el puente del río Hao. Zhuang Zi observó: «¡Mira lo felices que son los pececillos que se agitan ágiles y libres!». Hui Zi objetó: «Si no eres un pez, ¿de dónde sacas que los peces son felices?». «Como tú no eres yo, ¿cómo puedes saber lo que yo sé de la felicidad de los peces?». «Te concedo que yo no soy tú y que, por tanto, no puedo saber lo que tú sabes. Pero como tú no eres pez, no puedes saber si los peces son felices». «Retomemos las cosas desde un principio—replicó Zhuang Zi—. Cuando me has preguntado “¿De dónde sacas que los peces son felices?”, la forma misma de tu pregunta implicaba que sabías que yo lo sé. Pero ahora, si quieres saber de dónde lo sé, pues bien, lo sé desde lo alto del puente».

La felicidad de los pececillos. Simon Leys.

Cada año, cuando empieza el frío, me gustaría que alguien me enviase una larga carta de amor, como las que escribíamos y recibíamos en la adolescencia. ¿Os acordáis? Nosotras estampábamos los labios pintados de rojo -o de rosa, eso dependía del color que usase nuestra madre- , con la ilusión de que él los besara desde la lejanía y él añadía una flor que había prensado bajo los libros de texto, con la esperanza de que nosotras no lo olvidásemos durante esos largos meses de invierno en los que apenas salíamos de casa, excepto para ir al colegio.

Ahora ya no necesito cartas de amor romántico, preferiría la carta de un amigo del que hace tiempo que no tengo noticias o con el que últimamente solo hablo de lo que no nos emociona –lo pesado que es ir a trabajar cada mañana, lo caro que está todo, este país nuestro que nadie sabe dónde va a ir a parar, los achaques de la edad que no perdona…-.

Serviría también abrir el sobre y encontrarme con la letra redonda y perfecta de una profesora de mi infancia –porque las cartas de amor deben ser siempre manuscritas-, o de una de esas “mejores amigas” del colegio a la que dejé de ver cuando todavía llevaba trenzas y que ahora debe de tener lo menos tres hijos y vete tú a saber si incluso algún nieto prematuro. Una carta que me coja de la mano y me traslade a los años en los que todo era fácil y sencillo.

Cuando hace mucho frío nada abriga tanto como las palabras del otro acariciándonos los ojos, enredándose en nuestras pestañas, escociendo a veces y haciéndonos llorar lagrimones de añoranza y alegría. Los humanos somos, sobre todo, animales sentimentales.

Si yo recibiese una carta de amor hoy, la metería en el bolsillo del abrigo y me iría de paseo. Y no dejaría de andar hasta que el papel, de tanto manosearlo, me quemase la punta de los dedos.

Entonces buscaría un parque, un árbol y un banco de madera. Me quitaría un guante el tiempo justo para rasgar el sobre y, poco a poco, sé que el corazón se me iría encendiendo hasta convertirse en una brasa. Y el invierno dejaría de existir.

¿Qué no? ¿por qué entonces los niños pierden tanto las bufandas, por qué se olvidan el paraguas en cualquier sitio, por qué a la menor oportunidad se quitan el abrigo y siempre, siempre, refunfuñan cuando les obligamos a ponerse el gorro y los guantes?

Ellos saben que tienen por delante un futuro de cartas de amor, que para nosotros ya es pasado.

Y esa certeza alimenta su alma.

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A veces pienso que no solo la vida de los otros, sino la propia, la observo -incluso el presente, mientras lo vivo, o un microsegundo después de vivirlo- desde cierta distancia, porque procuro siempre no hundirme en las cosas que pasan hasta alcanzar la profundidad necesaria para que duelan demasiado. Puede que sea prudencia -porque no soy una persona frívola, aunque a veces finja serlo-, o simplemente miedo, pero… ¿quién se acerca más a la verdad de lo que ocurre, los pececillos o Zuang Zi desde lo alto del puente?

¡Feliz domingo, socios!

 

Foto: Postmen posed on the steps of the Pennsylvania post office, New York City, holding the new Social Security forms which they are delivering. 1936. (Everett Historical)