Okaiuz. Alone in the street. Con licencia CC.

Si bien es cierto que dejo algunos libros a medio leer, porque de algún modo siento que no es el momento, o simplemente que no merecen mi tiempo, es raro que aparque una novela a medias, movida únicamente por la urgencia vital de leer otra… pero eso es lo que me ha pasado con lo último de John Ajvide Lindqvist esta semana; me enteré por Dampyr de que se había publicado otro libro del autor y necesité leerlo, de forma que hasta Connolly (en parte porque «El ángel negro» está resultando un poco flojo, para el nivel al que me tiene acostumbrada) se ha visto relegado por “Descansa en paz”… y no me arrepiento.
Otra cosa que no es habitual en mí es que hable aquí de un libro que no he acabado de leer, pero por una parte intuyo que Ajvide abrirá muchas vías de conversación (quizá demasiadas para un sólo post) y por otra, lo que os quiero explicar es el primer zarandeo que ha provocado en mí el inicio de su lectura. Por supuesto son sensaciones personales y para alguno de vosotros ni significarán nada ahora, ni se darán cuando leáis la novela.
No sé otros, pero yo me entrego por completo cuando estoy leyendo, dejo que el escritor acceda a rincones emocionales que normalmente no expongo. Ante el autor de “Déjame entrar” no podía tener ninguna reserva. Toda suya y a ver qué pasa.
Y pasó que Ajvide acarició una vieja herida… y escoció, porque por muy suave que sea el roce, las heridas duelen. Leyendo sobre sus muertos “redivivos” (supongo que el autor o el traductor son admiradores de Farrington, del que tengo varias y buenas referencias, por cierto) no he podido evitar volver sentimentalmente a escenarios de mi infancia, a revivir la sensación de inadaptación, a recordar lo que quedó de todo aquello: un miedo exagerado a molestar, a estar de más… una necesidad de asegurarme de que realmente se desea mi presencia, de que mi opinión se escucha, de que mi saludo se espera… y el sufrimiento y la posterior huída, si no lo siento así.
Y es que los protagonistas de esta novela son, sobre todo, personas que están de más, muertos que ya han sido llorados, cuyo sillón ya se ocupó, o se quemó… pobre gente que sencillamente estorba. En el mundo hay sitio para todos, pero en la sociedad no cabe nadie que se salga de la norma y los muertos (y todo lo que recuerda nuestra mortalidad… esa parte desagradable de la vida, ese feo y maloliente futuro que nos espera) deben mantenerse fuera del alcance de nuestra vista… lejos y bajo siete llaves. 
Pero mi sensación (tras las primeras 100 páginas) no fue que Ajvide me hablara de muertos (ni mucho menos de zombis), lo primero que pensé es que hablaba de esa niña respondona, desobediente y pensativa, a la que la “madre superiora” (la redundancia del título, al servicio de dejar claro quien manda, roza el ridículo) castigaba una y otra vez a la soledad, encerrándola (y ocultándola) en la biblioteca (afortunadamente, nunca culpé a los libros)… y luego dejé de regodearme en el amargo recuerdo y pensé en esa otra gente que vaga por la ciudad, seres casi invisibles, excluidos del sistema por no encajar o por negarse a doblegarse. Muertos sociales en los que bien pudo inspirarse John Ajvide (¿os los imagináis volviendo de imprevisto a casa de algún familiar?).
En “Descansa en paz” también se habla de los muertos, claro, pero hoy he querido centrarme en ese primer impacto que recibes cuando entiendes que de lo que realmente va la novela es de los vivos (¿nosotros?) que excluyen cualquier otra opción de vida que no sea la suya, que creen tener el derecho exclusivo de ocupar el mundo. Pero habrá más reflexiones… algunas, como la pervivencia del espíritu, la resurrección de la carne, las asfixiantes estructuras familiares, la muerte como último capítulo y no como antítesis de la vida, las intuyo… otras todavía es pronto para aventurarlas.

Seguiré informando… 

www.elclubdelosdomingos.com