Peter Tandlund. Love Letters.
Frank Sinatra. P.S. I Love You

Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas, en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. En este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él saco sangre. (…) Escribir es una piedra lanzada en lo hondo del pozo.
Clarice Lispector
La semana pasada leí “La flor azul” de Penélope Fitzgerald y me supo a poco. Sentí que leía uno de esos libros que necesito para comprender el mundo… o para comprender el por qué no lo comprendo. En todo caso, sabía mientras recorría aquella historia, que era eso y no otra cosa lo que debía hacer, que allí residían algunas de las respuestas a esas preguntas silenciosas que todos nos hacemos cuando reflexionamos sobre la vida. Hay libros que te obligan a pensar y convierten el mero hecho de leer en el acto redentor de tender puentes hasta tu propia alma… y salvarla. Leer equivale entonces a sobrevivir.
Escribir es otra cosa. Clarice Lispector lo sabía. Escribir es como abrir una herida sin saber si podrás cerrarla, y solo debe hacerse cuando es inevitable, cuando hurgar en el interior y exponer lo que allí encontramos, es la única forma de seguir hacia delante.
“La flor azul” no es una novela triste, aunque la historia sí lo sea. Curiosamente, en ningún momento nos planteamos el drama de tantas muertes prematuras, sino la intensidad emocional de las personas cuya vida nos cuenta la autora. Es un texto que se lee con sorpresa primero y con una sonrisa comprensiva después.
Resulta extraño eso de indagar en la interpretación que hace alguien de los sentimientos de un tercero. No reconocí al Novalis de “Himnos a la noche” en la novela y, por eso mismo, creo que lo que cuenta Fitzgerald es cierto. Las personas, en lo tocante al amor, somos incoherentes por naturaleza. La delicadeza, la intensidad y la belleza de los himnos de Novalis, fueron muy superiores a las de la mujer que los inspiró… pero no al amor que él sintió por ella. ¡Era tan joven! Mientras leía, deseaba cambiar esa historia, porque creía saber en qué corazón residía el enigma de su felicidad (el único que le sobrevivió y que, estoy segura, le añoró siempre ¡no es posible que ella se enamorase jamás de otro!). Pero él no pudo ver su vida desde fuera… ninguno podemos y eso forma parte del juego.
Proust dijo algo así como que, cuando leemos, nos leemos a nosotros mismos. A mí me gusta siempre escribir para alguien, pero a veces pienso que lo único que pretendo es que el otro me vea con mis propios ojos y, buscando lo mejor para enseñárselo, lo encuentro todo… Tal vez por eso, escribir debería, como a Clarice, darme miedo.
……..
Hace unos días recibí un mensaje de Alan, desde Chile, donde me pregunta si sé (si sabéis) de la existencia de algún grupo de gente, que se intercambie cartas de la manera tradicional. Yo adoro el lenguaje de las cartas y me gusta el mail, porque de alguna forma, me ha permitido recuperar esa ceremonia de interrogar al otro y de contarle… y esperar que me conteste y me cuente a su vez. Pero Alan reivindica la lentitud del correo postal, con esos días de tierna espera, que aumentan sin duda el placer de recibir las noticias que anhelamos.
Y al leerlo recordé esas cartas que rompí, porque ya no significaban nada y, como pasa con algunas fotografías, solo producían la tristeza de saber que el sentimiento que allí se reflejaba se acabó. No es mala la idea de Alan. Me ha hecho recordar la maravillosa “84, Charing Cross Road” y “La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey”… y más cartas… algunas propias… no muchas…
¡Feliz domingo!
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