Todo espíritu humano tiene dos personalidades, una superficial y la otra profunda. La primera hace cosas como salir a cenar fuera de casa, etcétera, es despierta y original. La personalidad profunda es muy extraña, en ciertos aspectos parece estúpida, pero sin ella no hay literatura, pues, a menos de conseguir beber de vez en cuando en sus profundidades, no se podría producir una obra de primera calidad.
E.M. Forster. En: La felicidad de los pececillos de Simon Leys.
Creo, como Forster, que para escribir hay que tener una personalidad oculta, ingenua y papanatas. Eso nos permite, si no crear obras de primera calidad como opinaba él, sí al menos otras que nos reconforten al releerlas. La parte mala es que ese otro yo iluso puede expresarse en cualquier acto de nuestra voluntad y hacer que emprendamos viajes que alguien que nos conozca mínimamente sabe que no nos llevarán a ninguna parte.
Obtengo mucho placer de las aventuras emocionales y establezco relaciones inverosímiles en el convencimiento de si me guío por lo que se supone que debe marcar mi camino, voy a protegerme de los monstruos de la naturaleza, pero también a perderme sus prodigios. A mí eso no me compensa, aunque, como cuando miramos el pasado con ojos de presente, lo acaecido siempre nos parece rotundamente lógico y previsible, como si desde el principio solo hubiese habido una encadenación posible de los hechos, si me equivoco en una elección, al dolor del error se suma el sentimiento de comprobar que no aprendo de la experiencia con la rapidez que debería. Lo curioso es que, si acierto, me sorprendo de una forma casi física.
Y aciertos son ma soeur Thérèse, esa casi parisina que domina como nadie el arte de la discreción, o mi joven amiga que igual hace pan casero que organiza la mejor fiesta de Barcelona, o la artista con la que pasé hace poco una jornada intensa y gratificante de un trabajo que más tenía que ver con el placer que otra cosa… y tantos otros.
De alguna forma consigo que el balance siempre me dé positivo y eso me basta.
Una vez, en una boda a la que asistí de jovencita, se me rompió un collar de falsas y famosas perlas en plena ceremonia. El estruendo fue mayúsculo, las cuentas parecían haberse multiplicado y rebotaban sobre el suelo de la iglesia montando un alboroto casi tan monumental como el propio edificio.
Todavía me recuerdo paralizada, con la mano aferrada a la garganta, intentando sujetar lo que de collar quedaba enganchado a mi cuello. Estupefacta y súbitamente helada.
Siempre que se habla del impacto de lo inesperado me viene a la memoria esa escena. Tal vez sea por eso por lo que no me gustan las sorpresas… excepto en literatura.
Acabo de leer “La felicidad de los pececillos”, un delicioso ensayo de un autor desconocido para mí hasta que tropezamos, su libro y yo, en un escaparate. Me sonaba remotamente haber leído alguna crítica elogiosa para con el autor y me gustaron el título y la portada, porque yo siempre he sido amante de los peces, esos inteligentes animales a los que por mucho que te esfuerces en cuidar, dándoles de comer religiosamente y limpiando con esmero la pecera, no olvidan nunca que eres su carcelero. Puede que acaben siendo más longevos en el salón de tu casa que en mar abierto, cabe la posibilidad incluso de que esa ausencia de peligro los haga más felices, pero ellos mantienen su dignidad sin inmutarse ante tu mirada, nadando majestuosamente, sin mostrar el menor asomo de agradecimiento hacia tus atenciones. Quizás sea porque los peces detectan los amores interesados y fingidos… o tal vez ocurra todo lo contrario y tengan razón los que dicen que son incapaces de pensar y eso es lo que los convierte en seres fríos y sin empatía.
Y es que la gratitud, como el amor, el arte y todo aquello que supone una gran inversión de sentimiento, es, curiosamente, una cosa mentale.
¡Feliz domingo, socios!
Buenos días, Francesca.
Todo lo que envuelve el sentimiento es una percepción subjetiva interpretada exclusivamente por nuestro nivel de valoración. Cada cual dispone de su propio baremo personal.
En un texto, personalmente me gusta encontrar ese lado profundo personal de cada escritor que transmite sus percepciones al ponerse bajo la piel del objeto del que habla, convierte su narración en una lectura más interesante a mis ojos.
Me ha encantado lo de los peces, no había caído en ello. Por cierto, a mí me hubiese pasado lo mismo si se me hubiera roto el collar:-).
Un abrazo.
¡Hola Begoña! Totalmente de acuerdo, por eso no me gusta cuando alguien atribuye al corazón todo lo sentimental y a la mente le deja el análisis frío y casi despiadado. Pero si es que ya lo dice la palabra: senti-mental 🙂
Gracias por pasarte por aquí el domingo. Un abrazo fuerte.
A veces siento que la Vida tiene un orden profundo y majestuoso …
¡Feliz domingo!
Yo a veces pienso que lo que la vida tiene es un plan 🙂
Un abrazo, Juana.
Fran, tú y el collar de perlas debísteis ser memorables. Es una imagen preciosa, con sonido, con color (el rojo de las mejillas, imagino), con sobresalto. Toda una escena. Y los pececillos, ay, los pececillos! Yo tuve pecera de jovencita, me la hice yo (quiero decir con esto que pedí prestada una herramienta de diamante para cortar los vidrios, yo misma, buscando que hicieran escuadra perfecta, los pegué, que le hice una base de madera, que acondicioné el acuario)… Era curioso, romántico a veces, a veces de película de terror. Lo más duro, para mí, era no poder tocarlos, y su misterio, sí, su misterio.
En mi ausencia te has pasado por aquí y yo, despistada, sin enterarme… mientras hablábamos en otros espacios celestiales.
¿Construiste tú misma la pecera? eso es importante, ya ves, a pesar de todo tu empeño ellos no se dejaban tocar… pero está bien que existan animales indomesticables. Seres inaccesibles que nos rebajen los humos, que diría mi abuela.
Un abrazo y disfruta de tu nueva casa (y que yo lo vea) 😉