Salta

¿Qué edad hay mejor que aquella en que las dos mejores virtudes, la alegría inocente y la necesidad de amar, eran las dos ruedas de la vida?.

 

Infancia. Leon Tolstoi.

Nuestra percepción de los hechos está tan influenciada por la fuerza de nuestras emociones que los datos (y ya no digamos la información elaborada a partir de ellos) tienen un peso muy leve en las decisiones que tomamos. Especialmente en las más importantes. Me atrevería incluso a decir que existe una relación inversamente proporcional entre lo determinante para nuestro futuro que es una elección y la dosis de racionalidad con la que la hacemos.

Una de las cosas que más me ha impresionado siempre, es que esa ausencia de pensamiento lógico en las ocasiones en las que más necesario parece, no hace que nuestras conclusiones sean menos fiables (aunque sí las convierte en más vulnerables, pero ese es otro asunto).

Hoy hace un día gris y frío y nada hace pensar que mañana el panorama sea distinto. Sin embargo, hace ya tres décadas, la mañana siguiente amaneció cálida, sobre las diez cayeron algunas gotas y a las doce lucía un sol más propio de agosto que de estas fechas. Pero, si nos remontáramos al día de mañana de hace sesenta y cinco años, según cuenta mi madre, volveremos a encontrar un día gris.

Mayo fue lo único clásico que hubo en nuestras bodas, que fueron el mismo día del mes por pura casualidad. Distintas en todo, excepto en que ambas fueron apuestas a contracorriente, de esas que aspiran a hacer saltar la banca.

Recuerdo que hace unos años hice un pastel de dos pisos y puse cuatro figuritas de novios encima. Fue el único año que lo celebramos públicamente. Ese y otro en el que yo andaba agobiada por el trabajo y J. organizó un maravilloso viaje a Portugal sin yo saberlo, y el aniversario fue la excusa perfecta para conseguir los días de vacaciones que necesitaba.

En casa aprendí que ese tipo de celebraciones debían mantenerse en la intimidad, si no se convertían en algo demasiado artificial -«una cursilada» decía mi padre mientras saboreaba el pastel- y J. es de un pueblo en el que antes todos pensaban tres cuartos de lo mismo.

Pero mañana será un día especial. Como lo están siendo todos este año.

Según se acercaba el final de su vida, hablé mucho con mi padre y algunas cosas las anotaba luego en una libreta que guardaba en mi antigua habitación -en ella viví sus últimos meses-. En aquellos días, él se paseaba por su vida -por las nuestras- saltando de un recuerdo a otro, sin continuidad en el tiempo, de manera que a veces me llevaba unos minutos adivinar si se dirigía a mi yo adulto o a la niña, adolescente y joven que fui.

Ahora, a veces, repaso lo que escribí. Hoy, al abrir la pequeña libreta negra de tapas blandas, he ido a parar a una hoja deformada -seguramente por mis lágrimas de entonces- en la que había una sola anotación.

«Conserva la inocencia… aunque sea poca… pero consérvala toda la vida».

¡Feliz domingo, socios!

Fotografía: E.A.