«Café Iruña» (1903)
Twelfth Street Rag. Dixieland Jazz
«La Prueba de una inteligencia superior es la capacidad de retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y conservar la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo»
El tren iba medio vacío y silencioso y el gris de un cielo, que se volvía cada vez más plomizo a medida que nos acercábamos al norte, se deslizaba suavemente a través de la ventanilla cercana a mi asiento. Mi butaca daba a la pared separadora del compartimento y hasta cuatro filas más allá no distinguía la coronilla de ningún otro viajero. Apoyé la espalda contra la ventanilla, estiré las piernas sobre la butaca contigua, me relajé y empecé la lectura de “El Gran Gatsby”.
Hay textos que no deberían leerse, hasta que uno no es lo suficientemente maduro como para hacer dos de las cosas más difíciles del mundo: reconocer la decadencia cuando la ve y soportar la contemplación de la miseria que conlleva.
Recuerdo la primera vez que me enfrenté a esa novela. Era verano y estaba pasando unos días en un pueblo de la costa brava, disfrutando de lujos ajenos y calmando un desamor de juventud. A veces, cuando más adecuado parece el momento es cuando menos apropiado es. Me gustó entonces, porque Fitzgerald permite siempre una lectura en capas e incluso la más ingenua es magnífica, pero ahora creo que aproveché muy poco de lo que el libro quería contarme, ¿cómo iba a hacerlo desde la inexperiencia de mis 20 años?
Es triste ver a Jay Gatsby zambullirse en relaciones humanas hipócritas y superficiales, soportar la arrogancia de sus vecinos, hastiarse ante la vulgaridad de su desprecio… solo por recuperar un amor que vale tan poco que ni siquiera debería recibir ese nombre. Duele contemplar como él se esfuerza inútilmente por obtener un imposible: el amor de alguien que no puede, ni sabe, ni quiere amar. Lo que él ha convertido en la pasión que mueve su vida, para Daisy no es más que un capricho, no puede ser otra cosa, eso es todo lo que su aristocrático corazón necesita y cualquier emoción ajena le resulta irrelevante. Gatsby se sacrifica por alguien que ni siquiera es consciente de su propia indignidad… y ahí reside parte de la grandeza del personaje.

El jueves pasado, en el tren que me llevaba a Bilbao, podía cerrar los ojos y oler el perfume de aquellas deslumbrantes fiestas, llenas de personajillos mediocres hasta en su vileza, ver a Gatsby, imponente, en lo alto de la escalinata, contemplar a sus pies el jardín iluminado, oír un alegre charlestón sonar a lo lejos e incluso notar en los labios un frío regusto a ginebra, capaz de encerrar toda una época, que no ha sido mía hasta que, con mucha más experiencia, he vuelto a leer la novela de Fitzgerald.
“… Y así vamos adelante, botes contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.”
……
Esta semana la vida me ha regalado una sobremesa extraordinariamente brillante, donde las ideas rodaban como bolitas de colores sobre el mantel, una fiesta para el intelecto al que tan poco podemos homenajear. Fue delicioso compartir con tres sorprendentes personas, una larga charla bajo el maravilloso artesonado del Café Iruña, envueltos en esa libertad jubilosa que da saber que uno puede mostrarse como es porque, por fin, está entre su gente.
María, Ikuska, Juan Pablo… Bilbao, el viernes, gracias a vosotros, se llenó de luz.
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