Fighting the blues. Aditya
Lonely Girl. Eartha Kitt (Spotify)

Me he levantado al alba y estoy junto a la ventana del salón. Puedo ver como el cielo se va vistiendo de luz poco a poco y la taza de té me ayuda a calentar las manos sin quemarlas. La casa parece un desierto lleno de cajas, los pintores volverán pronto para empezar su jornada (sí, en domingo también, están cumpliendo su palabra). Contemplo las paredes que pronto volverán a estar habitadas por cuadros y libros.
Releo Escribir es añadir vida a la vida y la que me pareció una frase gloriosa, ahora me rechina. Ha pasado ya mucho tiempo desde la tarde que escuché a Carmen Martín Gaite, yo emocionada por la reciente lectura de “Entre visillos”, ella hablando alegre sobre el oficio de escribir y, aún así, inundando la sala con esa tristeza dulce que irradiaba. Recuerdo entonces que escribir no añadió vida a su vida. Escribir fue la única forma de vida que conoció tras la depresión en la que la sumió la muerte de su hija.
Esta semana comento un libro de Katherine Mansfield en la Sociedad Literaria y me impongo la tarea de leer sobre ella, yo, que no quiero saber nada sobre los escritores que me gustan, porque temo que su vida desmerezca su arte. “Es infernal amar la vida tal como yo la amo. Me parece que la amo cada vez más, en vez de amarla menos… Espero poder resistir lo bastante para hacer una obra importante. Estoy harta de esas gentes que mueren cuando prometían tanto”. Escribió eso en su diario, cuando la muerte ya la había herido y ella era consciente de ello, a pesar de los muchos esfuerzos que hizo por convencerse de que no era así. No podía saber que ya había escrito muchas obras importantes, pero creo que sí conocía la mentira que contenía la frase. Vivir para ella significaba escribir. Quería vivir porque quería escribir. Así, sin más.
Recibo una carta de un amigo que se justifica por no haberme escrito, como prometió, durante unos días de vacaciones. “Había mucha vida, sí, demasiada, y para escribir hay que apartarse de la vida”. Casi puedo ver el resto de la epístola desvanecerse ante el brillo de esa frase. La verdad está encerrada ahí. Para escribir hay que apartarse de la vida y eso implica ansiar la soledad que otros rehúyen.
Llevo un mes sin parar de escribir: informes de cosas inverosímiles, posts de todo tipo, cartas de trabajo, cartas de amistad, cartas de amistad y trabajo… escribo sobre comunidades virtuales, sobre evaluaciones de  calidad, sobre indicadores, sobre metodología… escribo sobre los libros, sobre la vida que pasa, sobre los libros que pasan por mi vida… Y de repente me atrevo a mirar en mi interior y descubro que parte del placer que obtengo de este trabajo mío, procede del extraño nexo que tiene con la escritura. Casi todo acaba convertido en letras que se pasean a mi antojo por la pantalla… ofreciéndome una compañía que casi puedo oler.
Acepto mi soledad existencial, no hay otra, ser persona es eso, ser uno y vivir uno, aunque establezcas asociaciones temporales con otros… la soledad es lo único que permanece. Pero noto que me quiebran los requerimientos de presencia, a medida que la necesidad de soledad crece, porque cuanto más escribo más ansío seguir escribiendo y no consigo avanzar con esas agujas emocionales clavándose continuamente en mi piel, reprochándome lo que desasisto. Sé que estoy siendo egoísta. 
Al amanecer siempre hace frío. Hoy es un frío tierno, de rocío… acomodo el chal sobre mis hombros y me abrazo a mí misma, en busca de un poco de calor. El té deja en mis labios un suave regusto a vainilla.
Me estoy acostumbrando a las caricias de las letras y empiezo a pensar que no hace falta mucho más. Noto que he construido un refugio formado por libros, trabajo, té, tardes de cine y, a veces, cartas; un sitio al que acudo cada vez con más frecuencia; un espacio casi físico donde guardo afectos diferentes; una vida paralela que va creciendo y creciendo de manera exagerada en los últimos tiempos; un lugar en el que la vida se detiene. A veces siento cómo un extraño oleaje me lleva hasta un rincón cálido, cómodo, único y seguro, donde me cruzo con otros como yo y comparto algo, a sabiendas de que compartirlo todo es imposible.
Me alejo de todo lo real en mi camino hacia algo verdadero… y temo ir dejando un rastro de lágrimas de otros, mientras no puedo evitar sonreír mirando al horizonte.
Navego hace tiempo, sin saberlo, por los temibles mares de China, a la deriva hacia una isla imaginaria, que se aloja en lo más profundo de mi propio corazón.
… el té del fondo de la taza se ha ido quedando frío… el día se ha levantado ya y los ruidos aparecen… me alejo de la ventana, olvido mi refugio y me lanzo a esa otra vida, que me espera anhelante y que también me hace sentir… aunque sé que, antes o después, correré a mi rincón, negándome a cuestionar si eso es bueno o malo… eso ES… ¡y desde la lejanía de aquellos días en que soñaba con parecerme a Jo March, sé que nunca debí intentar que la vida discurriera de otra forma!
Y entonces veo, como si fuese el producto destilado de horas y horas de emoción contenida, una única lágrima caer y rodar por el dorso de mi mano izquierda… y sonrío mientras escribo: “Feliz domingo, socios”.
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Quiero dejaros aquí los enlaces a lo que llevo escrito sobre el libro de Katherine Mansfield cuyos debates coordino este mes en la Sociedad Literaria, por si ayudan a que os animéis a leerla. No la conocía y me parece increíble haber tardado tanto en tropezarme con ella. He leído mucho pero, hasta ahora, no había descubierto a nadie que escribiese exactamente como a mí me gustaría saber hacerlo; su prosa es delicada, exacta, sutil, intuitiva, sabia, dura, valiente… ¡brillante! Leerla es un placer.
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