Le gustaba ese momento de quietud justo al final de la jornada: la quietud honda de los lugares donde se ha trabajado mucho, el silencio que sigue al rugido y la trepidación de las máquinas, a los timbres de los teléfonos, a los gritos de los hombres, la soledad de un espacio en el que hasta hace muy poco se agitaba una multitud, cada uno ocupado en lo suyo, cumpliendo, con su tarea experta y precisa, una fracción del gran empeño general.
La noche de los tiempos. Antonio Muñoz Molina.
Regreso tras unas largas vacaciones, en las que he dejado atrás la Navidad y un 2015 al que me niego a considerar malo, porque si bien fue el año en el que perdí para siempre la compañía de mi padre, también fue el último en el que la disfruté. ¿Con qué quedarme?
Reconozco que, pese a las prudentes advertencias de alguien querido, hice balance, como siempre hago y concluí que 2015 ha estado lleno de momentos intensos, de esos que están relacionados con la rotundidad de la vida o con la realidad incontestable de la muerte. Sin embargo, también hubo otros que, solo un año antes, yo hubiese considerado importantes (incluido un cambio de trabajo y el maravilloso regalo de un reencuentro inesperado), y que a la hora del balance se han visto relegados a una injusta medianía. Pero uno es uno y sus circunstancias, como decía Ortega (y más de una vez me recordó mi padre), y, para salvarnos nosotros, no tenemos más remedio que salvarlas a ellas.
El resto del año cayó en el olvido y tendré que esperar pacientemente a que los recuerdos de las cosas nimias que han acontecido regresen a mí, como esas cartas que se pierden y luego el destinatario las recibe al cabo de los años, con el sobre gastado hasta el punto de que casi no se puede leer el remite, pero en el que se reconoce la caligrafía amada e incluso se sabe ya lo que dirán, porque curiosamente siempre se pierden aquellas que podrían habernos cambiado la vida.
O tal vez eso solo pase en las películas y yo no recuerde nunca nada más de 2015 y solo se salven del olvido los cálidos meses veraniegos. Y la belleza que es capaz de habitar incluso en días como aquellos, cargados de fantasmas.
El caso es que hice balance y, tras hacerlo, tomé pequeñas decisiones que alterarán pedacitos de mi mundo. Me he marchado de lugares en los que nadie me echará en falta y tengo un calendario de abandonos programados, que se irán ejecutando como las hipotecas, a medida que venzan los plazos de demora.
Casi a la vez ha renacido la pequeña exploradora ciudadana que llevaba dentro de pequeña, la que cruzaba la ciudad andando, aunque hubiese preferido hacerlo colgada de los árboles (ahora no podría, carezco de la agilidad de entonces y, lo más grave, me faltarían ramas a las que agarrarme). Porque mi ciudad no es la atontada mezcla de diseño y tecnología que quieren vendernos ahora. O al menos no es solo eso. Hay rincones llenos de historias, sobre todo para los que hemos alcanzado una edad en la que la memoria pesa más cada día y ya no podemos mirar casi nada sin compararlo con cómo era antes.
También ha habido más propósitos de enmienda. Algunos, sin acabar siquiera el primer mes, ya se han cumplido. Ayer entregamos un proyecto que se había alargado innecesariamente en el tiempo y al que ahora toca, primero tachar de la lista de «pendientes», y luego disfrutarlo. Aunque a la vez se reavivó otro, pero ya de forma más razonable y organizada, liberado de las vueltas y revueltas a la que nos obligaba un perfeccionismo muchas veces inútil.
En resumen: he ganado tiempo y ya era hora.
Así es que hoy empieza en realidad el nuevo año para mí.
Y algo bueno pasará… lo sé.
En cuanto a los libros, empiezo el año leyendo «La noche de los tiempos» de Antonio Muñoz Molina, un autor al que leí en un mal momento y que ahora he retomado con entusiasmo. Sin embargo debo compaginar esa novela de casi 1.000 páginas, con otra más liviana, porque yo, sin un libro en el bolso, me siento como una amiga mía decía sentirse sin su pintalabios rojo, desnuda. Además ahora tengo la posibilidad de leer al mediodía, en una especie de jardín aéreo y silencioso, y para ese momento de placidez he escogido «Los papeles de Aspern» de Henry James. Ambos han sido un acierto y antes de acabar siquiera su lectura, ya me atrevo a recomendarlos a sabiendas de que no me precipito.
Los regalos navideños han traído también varios libros interesantes. Ayer, de la mano de una nueva y feliz familia, aterrizó en casa «El aroma del crimen» de Xabier Gutiérrez, una especie de noir gastronómico, según sus editores. Antes, para mi cumpleaños llegó un librito con el que alguien a quien quiero me decía que yo le importaba y no sé si fui demasiado parca en mi agradecimiento, de manera que debo acordarme de repetirle ese «gracias», esta vez de manera más rotunda.
Para el final, como siempre, dejo la guinda, el «Almanaque literario de 1935«, una edición facsímil que llegó a mis manos con retraso, porque hubo de encargarse; un pequeño tesoro, con el que disfrutaré todo el año, porque no requiere una lectura continuada. Un lujo.
P.S.: Mi parte más oscura acabó el año pasado con John Verdon, un descubrimiento también feliz, porque hay veces que una necesita atravesar el día aferrada a una historia tan imposible como hipnótica. Anotadlo en vuestra agenda para las tardes lluviosas que se avecinan.
¡Feliz domingo, socios!