El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? –le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida –dijo.
El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez.
Para M. Por los buenos tiempos.
El lunes pasado sufrí lo que yo suelo llamar “crisis de la penúltima gota”. Me pasa eso cuando siento que cualquier contratiempo me dejará fuera de control. El vaso emocional está lleno y puedo ver esa fina capa de líquido irisado provocado por la tensión superficial que evita que se desborde. Entonces la única opción que me queda es la de sumergirme, levantar con cuidado el tapón del fondo y dejar que la tensión drene lentamente hasta alcanzar una altura prudente. Nunca hay que llenar la copa por encima de los 2/3 de su capacidad. Eso dicen las normas de etiqueta y todo el mundo sabe que las normas de etiqueta nunca se equivocan.
El descubrimiento lo hice en el autobús. Llevaba apoyada la cabeza en el cristal de la ventanilla y noté como me resbalaba una lágrima por la mejilla derecha. Faltaba poco para llegar a casa, pero me dio tiempo de analizar los motivos. Lo que tiene trabajar en un hospital es que de vez en cuando te encuentras con un amigo enfermo. Yo me había encontrado esa mañana a una enferma que antes había sido compañera mía y ahora ya no lo es de nadie, porque su cuerpo estaba ahí, resistiéndose a irse del todo, pero en ese punto de la ruta en el que ya no se puede tomar el camino de regreso. Esa fue la cañería que reventó y ocasionó mi pequeña crisis acuática. Es imprescindible conocer el problema para ponerle remedio, o para ponerse remedio a uno mismo, cuando, como el lunes pasado, no está en nuestra mano hacer nada más.
Llegué a casa, me cambié de ropa y me encerré en el estudio a hacer los 10 minutos de meditación diaria, que desde ese día son 15. Drené el alma. Luego me puse a escribir la reseña de un libro sobre Zola con la intención de publicarla hoy, pero notaba que el líquido volvía a subir y traspasaba la frontera de los 2/3. Escribir no servía, o al menos no cuando uno escribe es sobre algo que ha escrito otro antes. Bajé entonces a la sala y encendí el televisor. Me puse a ver un concurso de cocina australiano. No entendía nada: lo que para mí era crudo, para el jurado estaba al punto, lo que yo consideraba al punto, para ellos estaba pasado (al menos, eso hay que reconocerlo, existía cierta lógica en nuestra disparidad de criterios en ese tema), las mezclas demasiado exóticas para mí, eran recetas poco arriesgadas para los concursantes. Y todo, absolutamente todo lo que cocinaron aquella tarde, llevaba leche de coco. El caso es que contemplar recetas sabiendo que no las cocinaría nunca, me sirvió para relajarme, pero también para que recuerdos antiguos, al parecer dormidos –supongo que de tanto escuchar la palabra “coco”-, despertasen.
De repente recordé una escena que se repetía bastante en casa cuando yo era niña. Ante mí apareció mi padre, todavía joven, trayendo una bolsa de plástico con un par de cocos que había comprado en algún puesto de la carretera. Les daba un golpe certero con el martillo en uno de los extremos y les hacía un pequeño agujero del que yo bebía como si se tratase de una cantimplora. También recordé que me gustaba hacerlo y comprobé que me gustaba recordarlo. No había vuelto a pensar en eso hasta que vi el dichoso concurso de cocina australiano, pero ahora tengo la nevera llena de agua de coco en tetrabrik. No es lo mismo, pero qué importa si ya nada es igual…
El martes me enteré de que mi antigua compañera-probablemente mientras yo estaba sufriendo mi pequeña crisis-, se había ido definitivamente. Era, a pesar de todo, la mejor opción de las pocas que le quedaban. Al regresar a casa, abrí la nevera y me llené una copa de agua de coco hasta que en la superficie apareció el arcoíris metálico del líquido en tensión.
Me la bebí de un tirón. Por los buenos recuerdos.