[…] él se marchó con lúgubres aunque no formulados pronósticos acerca de cómo sería de adulta si era ya tan insensible y caprichosa de niña; ella, en cuanto él se dio la vuelta, se echó al suelo y se puso a llorar como si le hubieran partido el alma.
De cómo el primer piso viajó a Crowley Castle, Elizabeth Gaskell. En «La señora Lirriper», Charles Dickens

A menudo, al releer lo que le escribía, mis propias frases me emocionaban y hacían que me sintiese bien conmigo misma. Ahora me parece extraño imaginarme allí escribiendo, con la sola luz de la lámpara que había sobre la mesilla de mi cuarto, sin saber casi nada de él, ni siquiera si disfrutaba leyendo mis cartas o deslizaba su mirada por encima de mis palabras sin sentir el menor interés por saber quién era yo.

No recuerdo ya el momento en el que dejamos de escribirnos, ni tampoco quien faltó al deber de contestar al otro. He olvidado su nombre. Pero sé que un día, en una revista infantil, puse un anuncio porque pedía que me escribieran cartas y me contestó un niño desde la misteriosa África.

No había vuelto a acordarme de aquella amistad, que probablemente acabó por culpa mía. Conociéndome ahora como me conozco, no me cuesta creer que malinterpreté algún silencio suyo o que una frase escrita al azar me hizo pensar que no valoraba como yo aquella correspondencia. Soy orgullosa.

No había vuelto a acordarme, como digo, hasta hoy, supongo que porque ayer el crepúsculo fue largo y de un color más propio del invierno que de la recién estrenada primavera y cuando, anochecido ya, me senté a escribir noté que lo que de verdad necesito es contar, en una larga carta, lo que me está pasando estos días.

Y eso es exactamente lo que voy a hacer.

……..

Cuentan que cuando Carson McCullers y William Faulkner se encontraron en el auditorio de la academia militar de West Point, donde uno de los instructores preparaba una disertación sobre la ya famosa obra de ella, el gran Faulkner, al verla entrar, se levantó y cruzó el anfiteatro hasta el sitio donde McCullers se encontraba sentada y nerviosa, pensando en conocerlo al fin. Entonces él se acercó y la abrazó con fuerza, emocionado, mientras le decía «Hija mía».

He acabado ya «La balada del café triste». Una novela corta más y «El aliento del aire» estará listo para ser guardado en el rincón de la biblioteca que le reservo a las novelas medicinales. Aquellas destinadas a salvarme cuando parezca que el tiempo ya se agota, o la vida se me muestre con la lucidez de lo que está libre, por fin, de engaños y desengaños.

 

¡Feliz domingo, socios!