Pocos atrapan al fantasma, la mayoría tiene que contentarse con una porción de tela arrancada de su vestido, o con un mechón de cabello.
Virginia Woolf
En ocasiones, incluso la literatura se disfraza y nos sorprende. Yo acabo de leer una magnífica novela de Thomas Hardy, en la que, en medio de la frondosidad de una población rural de la Inglaterra del siglo XIX, en vez de tropezarme con la historia plácida, romántica y, todo lo más, algo irónica, que esperaba encontrar, me he topado con una auténtica tragedia, que muy bien podría haber ideado Sófocles.
«Los habitantes del bosque» han resultado ser personajes clásicos y reconocibles, y la novela, al mantener ese punto de intriga entre capítulo y capítulo, propio de las obras que han sido escritas a sabiendas de que serían publicadas por entregas, se lee con avidez, al dejar siempre entrever el desenlace de un pequeño drama (y con toda probabilidad el inicio de otro), en el siguiente capítulo.
Hasta hoy, de Hardy solo conocía la adaptación cinematográfica que Polansky hizo de una de sus novelas y, hace tanto tiempo de eso, que no soy capaz de recordar ni una sola parte del argumento, así que creo que será lo próximo que lea de este autor.
¿Se escribe, como decía Derrida, de lo que no se puede hablar? No lo sé, pero si eso es cierto, Hardy tenía mucho que decir sobre las diferencias entre clases sociales, las absurdas leyes que impedían que las mujeres tomasen sus propias decisiones, la fatalidad de la vida y la inexorabilidad del destino humano… Parte de eso lo dijo en «Los habitantes del bosque», aunque no es ese el único motivo por el que os la recomiendo fervientemente como lectura agosteña; Hardy fue, ante todo, poeta, y eso se nota en su prosa, que alcanza los mejores momentos cuando describe los «encuentros» entre la naturaleza y las personas.
Los mezquinos, esos curiosos personajes en los que a veces pienso que todos corremos el riesgo de convertirnos (¿cómo saber en qué momento, por qué extraño azar o circunstancia, apoyándose en qué razonamiento, llegaron a convertirse en lo que son?), producen en mí un sentimiento ambivalente. Por una parte creo que no merecen ningún tipo de piedad, cuando dan al contrario la ocasión de producirles el dolor que ellos parecen disfrutar provocando, pero por otra, justamente por esa ingenuidad suya, al ponerse en situación de riesgo sin ni siquiera ser conscientes de ello (aunque para cualquiera sea tan evidente), provocan en mí cierta ternura, al dudar si no pesará más la falta de inteligencia que la de bondad, a la hora de moldear su carácter.
Lo malo de alimentar un defecto egoísta es que, al crecer, se expande siempre en dirección a territorios que le son afines y lo acentúan. En algunos casos, a la mezquindad se le une la avaricia y entonces, impelido por el ansia de quedarse con todo, el mezquino olvida que su enemigo no se retiró huyendo del peso de sus razones, sino del espanto que le provocaban y regresa, haciendo gala de la arrogancia propia del ignorante, a convertir la venganza del otro, en un acto de legítima defensa.
Por eso a mí, esos seres, me dan pena. A veces.
¡Feliz domingo, socios!
Fotografía: Lacock Abbey. E. Arroyas, 2013.