La analogía es la tecnología con que funcionan los sueños, la maquinaria profunda del inconsciente. El consciente es lo contrario. El consciente no es analógico es digital. El consciente elige a dedo. Lo digital es lo evidente. Preferiré siempre la prosa analógica a la digital. No leeré para entender lo que dicen los autores, sino para entender a través de ellos; para atravesar sus frases como agujeros de gusano.

Paseos con mi madre. Javier Pérez Andújar.

A veces, leyendo otras vidas recuperas la propia. Ni mi adolescencia ni mi primera juventud transcurrieron en los paisajes de «Paseos con mi madre» de Pérez Andújar, sino en otros muy distintos, antagonistas de los que él relata y, sin embargo, yo sabía que la ciudad tenía esa otra cara que ocultaban porque la afeaba, sé que sigue teniéndola y que es la que la convierte en algo real. Pero aún a sabiendas de que no habitamos lugares ni siquiera parecidos, hay mucho en esa novela con lo que puedo identificarme; la imposibilidad de la lectura en el autobús, el esfuerzo por hacerla posible, ese pasarse a la poesía, por ver si así era más sencillo mantener la concentración… y ese rendirse al final ante la vida, ese reconocer, vencida al fin, que a pesar de todo, me interesan las conversaciones de mis vecinos de trayecto, me atrae la realidad que supera a la ficción, no porque sea más increíble, sino porque está más llena de verdad o tal vez solo porque la tinta es incapaz de superar a la voz humana.

Me hace sonreír leer esas conversaciones con su madre, llenas de palabras que sabe que ya son solo códigos entre ellos, que nadie fuera de allí entenderá, al menos en la ciudad. Yo también provengo de otras tierras, de una Castilla limítrofe en la que se utilizan vocablos nacidos de la alegría sureña enraizada en la tristeza castellana, que pocos por aquí conocen.

Y aunque no suelo recomendar autores vivos, creo que seguiré la estela de este, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta, que parece que susurra su monólogo, en la habitación de al lado y el lector le escucha a hurtadillas, sin que él lo sepa (pero él lo sabe, claro, se nota en el mimo que pone al hilvanar las frases). Escribe para él y al leerlo, me pasa lo que él quiere que me pase: que intento entenderme a mí misma y casi lo consigo.

«Y así es como terminaré de nuevo con la frente pegada al traqueteo de la ventanilla; buscando en la calle la poesía que el ruido de la vida no me deja arrancarle a los libros, y anotando en los márgenes unas palabras sueltas con la letra temblorosa por los adoquines.» J.P.A.


 

Mi semana han sido 6 personas comiendo, hablando y riendo como si fuesen 14 (cuánto bien hace el ruido de la gente queriéndose); 1 web a medio hacer, pero que ya tiene forma y nombre y, por tanto, es casi real; 2 compañeros que se esfuerzan en ser amables para no tener que pedir disculpas (porque no saben que el paso del tiempo cubre las cosas con una capa de polvo que las disimula, pero ahí siguen y bastará con que alguien pase un trapo por encima para que se hagan visibles); 1 llamada telefónica que temo y que no llega y otra que llega sin que la espere y me niego a contestar, porque a estas alturas sería un sinsentido; 2 dolores de cabeza, de esos de tomarse un calmante y seguir, que no es caso de parar ahora; 1 tarde en familia, llena de recuerdos y proyectos, de cuentos y café corto.

Y 75.000 magníficas y hermosas palabras.

¡Feliz domingo, socios!

 

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