
“Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tiempo que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias”
Para alguien que escribe, leer a Ginzburg es como asistir a un taller de escritura. Se sirve de las normas de la ficción para recrear la vida y siempre parte de la realidad vivida por ella misma o por alguien a quien conoce y nos la cuenta como si le hubiese ocurrido a un desconocido, a alguien que nada tiene que ver con ella. Su estilo se acerca al del relato oral, en el tono, en el ritmo, en la cercanía y en la forma en la que despliega diálogos que parecen espontáneos. Y ese es su gran logro, hacer legibles situaciones que, por su dureza, no querríamos leer. Pero sus detractores es precisamente a esa habilidad suya para aligerar la negrura, a la que más atacan y, probablemente, también sea ese el motivo por el que durante años se la haya tratado como a una escritora “menor”.
Al final, cómo no, el tiempo ha puesto las cosas en su sitio. El mismo tiempo que ella domina en sus novelas, moviéndolo hacia atrás y hacia adelante, siempre corriendo, como el relojero loco de Alicia, al que nos es fácil seguir. La forma de contar la historia que utiliza Ginzburg hace que sus ficciones se parezcan más que otras a la realidad, porque la vida se mueve dentro de nosotros con la misma cadencia inconsistente y nos transporta aquí o allá, tanto más veloces cuanto más detenidos. Si en Ginzburg la emoción no se desborda no es por frialdad, es porque teme que el dolor se muestre como una caricatura de sí mismo.
Nacida en 1916 en Palermo, murió en la Roma de 1991. En su caso, ese dato es importante, porque se convirtió en la cronista literaria de su propia vida y, ya de paso, del siglo XX.
Las protagonistas de sus novelas son, sobre todo, mujeres que imaginamos sensibles, desorientadas, frágiles, a las que no les ocurren sucesos extraordinarios, sino que son ellas las que convierten en extraordinario todo lo ordinario que les da la vida: noviazgos amargos, rupturas dulces, matrimonios no siempre felices, hijos no siempre afectuosos, nacimientos no siempre oportunos, muertos a los que no siempre se llora… El discurrir de esas mujeres, las relaciones que entretejen con los que las rodean y la confesión ante el lector de sus auténticos (y muchas veces vergonzosos) sentimientos, son los tres elementos con los que Natalia Ginzburg construye historias con las que tal vez no podamos identificarnos, pero de las que no dudamos que sean verdad.
Debo decir que admiro su talento, pero que no recomiendo entregarse a ella y leerla casi del tirón como hice yo cuando la descubrí (para mi vergüenza, no hace tanto), a Ginzburg hay que leerla a pequeñas dosis o todos los libros nos parecerán el mismo libro. Probablemente porque lo son. Ginzburg cuenta siempre la misma historia, desde todos los ángulos posibles, con personajes arquetípicos que se repiten una y otra vez, con distintos nombres y en circunstancias cambiantes… No es Natalia Ginzburg una escritora que escriba de lo que no conoce.
La lucha contra el fascismo, la guerra, el papel menos que secundario de la mujer en la sociedad de entreguerras, conforman la atmósfera de sus novelas; una atmósfera que no penetra dentro de la casa, de la habitación luminosa desde la que ella nos cuenta la vida, pero que nosotros sabemos que está así, porque de vez en cuando nos lo deja entrever en una sola frase. “… y los alemanes habían perdido la guerra” dice de pronto en “Todos nuestros ayeres” y cambia de repente el escenario en el que nos movemos. Todos sabemos al leer ese puñado de palabras que acaba la lucha por sobrevivir y empieza la tarea de volver a vivir, el esfuerzo por convertir la melancolía en un deseo que nos anime en esta nueva lucha.
De Ginzburg he leído: Las pequeñas virtudes, Querido Miguel, Léxico familiar, Todos nuestros ayeres y Las palabras de la noche. No precisamente en ese orden, pero una tras otra, sin intercalar novelas de otro autor.
Si antes he dicho que hay que leerla a pequeñas dosis, ahora quisiera resaltar el interés por releerla: en sus novelas suceden muchas cosas de las que es imposible darse cuenta en una sola lectura.
Su novela más aclamada, “Léxico familiar” la puedes leer como la historia de Europa antes de la II Guerra Mundial, pero también como lo que personalmente creo que es, el relato de la vida de una mujer que quiere dirigir su vida, aunque ello implique complicársela. A veces tener la sensación de que uno ha vivido una vida plena, pasa por renunciar a una vida feliz. Por supuesto que se alegra de encontrarla, pero la meta de Ginzburg y de las protagonistas de su obra no es ser felices, es ser lo que desean.
Personalmente, todavía no he leído nada suyo que supere a «Todos nuestros ayeres«, que reseñé en este blog en 2017, pero a veces pienso que la superioridad que le atribuyo puede deberse simplemente a que fue la primera obra que leí de ella. Como ya os he dicho, siempre es la misma historia… pero no es una historia cualquiera, es una historia que hay que leer tomando distancia y aferrándose a la poesía que, puede que sin intención, la autora derrocha en sus páginas.
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
- Camino a la ciudad (1942). Lumen, 2008.
- Así fue (1947). Espasa-Calpe, 2002.
- Todos nuestros ayeres (1952). Madrid: Debate, 1996.
- Las palabras de la noche (1961). Pre-Textos, 1994.
- Léxico familiar (1963). Trieste, 1989.
- Las pequeñas virtudes (1962). Alianza, 1966.
- Querido Miguel (1973). Lumen, 1989.
- La ciudad y la casa (1984). Debate, 2003.
- Las pequeñas virtudes (1962). Alianza, 1966.
- Nunca me preguntes (1970). Dopesa, 1974.
- Ensayos (2001). Lumen, 2009.
