Doris Lessing tiene algo que atrapa y no se trata de ninguno de los recursos narrativos utilizados para mantener la atención del lector. Sus novelas son muy largas, sus tramas se desbordan, los personajes pueden desaparecer durante tramos extensos del relato, algunas, como ‘El sueño más dulce’, prescinden de la división en capítulos y se limitan a encadenar sus partes con discretos espacios en blanco. La armonía no es una virtud de su obra. Tampoco el tratamiento del tiempo contribuye a equilibrar sus historias, pues nada hay en el discurrir de la trama que permita al lector intuir hacia dónde se dirigen. Se ralentizan y se aceleran desafiando cualquier expectativa que se haga el lector. La voz narrativa suele ser también difusa, puede cambiar de un personaje a otro, a veces de forma aparentemente caprichosa, y convertir en protagonista a quien el lector menos espera, como si fuera la propia historia la que impone el foco de interés. Es el tiempo, discontinuo y emocional, quien parece zarandear a los personajes, y con ellos al lector. Todo esto hace de la lectura de sus novelas una aventura incierta. El lector no puede sentirse en ellas seguro como puede estarlo, por ejemplo, en una novela de Tolstoi. Es como ir en coche con un piloto desconocido que nos parece algo errático y levemente peligroso. Y, sin embargo, no queremos abandonar el viaje. 

Sus novelas están llenas de personajes interesantes, complejos, emocionalmente frágiles, que se encuentran desubicados tanto en la sociedad que les toca vivir como en sus relaciones personales. No son héroes. Y no lo son no por falta de aptitudes, sino por un desajuste entre lo que son y lo que los demás esperan de ellos, o entre la energía que despliegan y los sueños que persiguen. Pueden ser egoístas, desleales, tramposos, ilusos y, con todo, conservar el encanto personal de aquellos que creen en sí mismos o se aferran a una débil luz que en algún momento de sus vidas les permitió mantener la fe en una vida amenazada por el mundo exterior.  

“¿En qué punto del proceso debería haberse plantado si hubiera decidido evitar ese destino? Sabemos lo que somos -¡Oh!, no, no lo sabemos!- pero no lo que podríamos llegar a ser”.

Se trata de una obra profundamente emocional y, sin embargo, nada sentimental. Su prosa es clara, sin alardes preciosistas, y su manera de mirar a sus personajes puede llegar a herir por su frialdad, también por su crueldad, hasta que se comprende que son ellos quienes se miran a sí mismos en un espejo empañado que utilizan para poner una coraza ante sus decepciones y así poder sumergirse en la vida. Esta frialdad suya es perturbadora para el lector y creo que es un componente esencial de la fascinación que despiertan sus historias, donde las relaciones amorosas se abordan muy lejos de cualquier ilusión de pureza o perfección.  Para Vivian Gormick, esta fría sensibilidad es la fuente de su fuerza como escritora, pero también ve en ella su limitación, pues mientras desnuda el alma de su personajes, la dureza de su visión se pone al servicio “del prejuicio autodefensivo de un escritor que no da tregua cuando se trata de su propia decepción con respecto a la esencia de una cosa”.

Doris Lessing nació el mismo año que Iris Murdoch, otra novelista fundamental con la que creo que tiene muchas similitudes. Aunque las novelas de Murdoch tienen un fondo filosófico y moral mayor que las de Lessing, que, en cambio, destacan más por su componente social y político, ambas comparten el interés por indagar en las relaciones humanas a partir de la exploración de las emociones. Curiosamente, nacieron el mismo año (1919) y publicaron sus primeras novelas a principios de la década de los 50. Fueron muy prolíficas, sobre todo Murdoch, que escribió más de veinte novelas. Sin embargo, sus trayectorias difieren bastante en cuanto al ritmo de publicación. Mientras que Murdoch escribió sus mejores obras en los años 60 y 70, periodo en el que mantuvo un asombroso nivel de calidad en cinco o seis extensas novelas y que conservó en dos más en los años 80, Doris Lessing fue menos constante y uniforme. Podríamos decir que, como sus novelas, es menos previsible. Se arriesgó con géneros como la ciencia ficción, escribió cuentos y obras autobiográficas. Y aunque su obra es más escasa e irregular, y probablemente no tan profunda y ambiciosa como la de Murdoch, sin embargo, fue ella quien obtuvo el Premio Nobel, quizá gracias a la repercusión e influencia de ‘El cuaderno dorado’ más allá del espacio literario.

En todo caso ambas son autoras de novelas absorbentes, profundas en la indagación de la compleja variedad de la personalidad, llenas de vida, y que destacan por la capacidad de construcción de personajes, la maestría en el uso del diálogo y la captación de los matices de las emociones y el comportamiento, y cuya grandeza en el fondo, lo que las hace perdurables, se revela en su libre e incansable búsqueda de la verdad, que, por supuesto, siempre queda en los márgenes, detrás del punto final, en el alma del lector.

Y ahora vuelvo a la pregunta del principio. ¿Qué es lo que atrapa en las novelas de Lessing? Quizá sea algo parecido a lo que sentimos cuando amamos, la fascinación de la subjetividad, que nos lleva a intuir o entrever que alguien posee eso valioso que nunca se termina de comprender del todo, pero que sentimos que en su proximidad nos conoceremos mejor a nosotros mismo a través del otro, un filtro que, como en los mejores relatos, nos hace ser mejores. Lo dice así Maryse Condé:

“Ese filtro está constituido por la sensibilidad del escritor, y, más allá de las eventualidades narrativas, siempre permanece intacto, un libro tras otro. Se trata de la voz inalterable del autor”.

 

  • Imagen de la parte superior: Doris Lessing en 1962 (Stuart Heydinger/The Observer)
  • Junto a estas líneas, la autobiografía de Lessing publicada en dos tomos: Dentro de mí y Un paseo por la sombra