En 1984 Philip Roth visitó a la escritora irlandesa Edna O’Brien en su casa de un barrio residencial de Londres. Lo cuenta en su libro ‘El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras’. Por entonces ambos andaban por los cincuenta y los dos estaban divorciados. Desde la admiración mutua llegaron a ser muy amigos y su amistad perduró hasta el reciente final de la vida de Roth. Cuando se encontraron, ella ya había publicado la trilogía con sus novelas más conocidas: ‘Las chicas de campo’. Charlaron en su estudio con vistas a un enorme jardín trasero que llamó mucho la atención de Roth. El escritor también se fija en las fotografías de los dos hijos, ya mayores, de su anfitriona en la repisa de la chimenea y en un libro que está abierto sobre el sofá: la correspondencia entre Flaubert y George Sand…
Empiezan hablando de los sentimientos de Edna hacia su Irlanda natal, donde vivió una infancia marcada por un padre alcohólico y violento, una madre estricta y la asfixiante atmósfera de un internado religioso, aunque también por la belleza del paisaje y los misterios de la vida rural. “Había en mi vida muchas cosas que no perdono”, le dice. Y a Roth le sorprende que habiendo maldecido esa represión y teniendo en cuenta todo el sufrimiento que se le infligió por sus ideas transgresoras no se aprecie resentimiento hacia su pasado en sus novelas. Aunque hay cosas que no perdona, tampoco es capaz de sentir odio.
Edna le cuenta que en sus novelas regresa al pasado una y otra vez porque eso es, dice, lo que hace un escritor. En lugar de olvidar los tiempos oscuros, los revisa porque al parecer nunca terminan de decirle lo que tienen que decir, como si hubiera que volver a ellos para comprenderlos del todo, algo que solo puede hacerse con el recuerdo. Al escribir sobre el pasado intenta recrear la mirada original porque es la única que puede devolverle en toda su plenitud el sentido de lo ocurrido. “La época en que está uno más vivo y más atento a todo es la niñez, y yo lo que hago es tratar de recuperar esa percepción agudizada”, explica Edna O´Brien. Y entonces añade algo que tiene que ver con el sentido de la literatura, con las razones de la escritura de ficción:
“Nos acucia el pasado: el dolor, las sensaciones, los rechazos, todo. Estoy convencida de que ese aferrarse al pasado es un fanático, casi desesperado, deseo de reinventarlo, para poder modificarlo”.
El escritor trabaja con las heridas del pasado, consciente de los estragos que causa hasta hacer de cada uno de nosotros en el presente seres incompletos e imperfectos, pues hay partes de uno mismo que quedan destruidas para siempre. A Roth le intriga esa dependencia del pasado, la imposibilidad de salir de un lugar que ya ha dejado de existir, y Edna O´Brien le responde que ocurre de forma involuntaria, no es ella la que regresa al pasado sino que es este quien la invade, como una corriente que la arrastra, y lo que desaparece es el presente. Lo curioso es que ella acepta esa vida entre dos mundos separados como, de hecho, debe hacer cualquier escritor, con la sospecha de que, aunque la literatura ambiciona unir ambos mundos nunca lo conseguirá del todo.
Durante aquellos años, Edna disfrutaba del éxito alcanzado con sus novelas y llevaba una intensa vida social, aunque en su casa vive sola y Roth sospecha que su soledad es una elección con la que protege su pasado pues, como dice John Berger, el dolor que de allí emana es la fuente de su inspiración. La soledad le permite alejarse de las vivencias que va a recrear en su escritura, pero mantenerse conectada con la tristeza que las conserva vivas en su interior. Cuando se va, Roth imagina que Edna O’Brien se queda en su soledad elegida, en medio de una huida permanente, entregada en su cuarto de trabajo a los “ecos de maldiciones y gritos de angustia” que nunca se apagan.